sábado, 6 de mayo de 2017

Una herramienta para analizar los cambios sociales.

Al hilo de la entrada del 9 de noviembre de 2016, la cual pretendía erigirse como texto central entre todas aquellas ideas que nos gustaría ir compartiendo con vosotros (y que, aunque se llamó "manifiesto", era más bien una suerte de "manifiesto/programa"), vale la pena quizá profundizar en la reflexión sobre cómo es, una vez planteado un proyecto, el paso a la acción.

En este sentido, he plasmado en el breve artículo que os presentamos a continuación un enfoque, un intento de herramienta para el análisis teórico, sobre ciertas características que revisten los procesos del cambio social, principalmente considerado desde el punto de vista de sus supuestos actores-agentes.

Sobre ello, un breve comentario preliminar. Pese a que el título del texto menciona explícitamente los procesos revolucionarios, es cierto que con frecuencia he usado el enfoque propuesto para entender mejor otro tipo de procesos sociales, como por ejemplo los contactos entre culturas. Ello quizá debería haberme conducido a continuar el razonamiento del texto y considerar, explícitamente, la aplicación de sus planteamientos a algunos casos concretos. Pero lo cierto es que, en última instancia, me ha parecido mejor dejar abierta esa posibilidad al lector, evitando condicionar su propia reflexión al respecto, y considerando, además, que en cualquier caso siempre estoy a tiempo de retomar la cuestión en algún otro escrito futuro.

(Puedes descargar en pdf el artículo haciendo clic AQUÍ)



La termodinámica de la Revolución.

            Nunca he sido amigo de las metáforas que pretenden aplicar teorías físicas para entender hechos literarios, sociológicos o psicológicos. En general, me suelo sentir incómodo si alguien me habla o me hace hablar de relatividad o de física cuántica, excepto si mi interlocutor es también físico o matemático. Pese a ello, llevo algunas semanas dándole vueltas a una idea que cada vez me parece más interesante. Recientemente leí en el diario algo acerca de una reivindicación feminista que está ganando peso en la India, lo cual me llevó a pensar en todo ello otra vez, y me reafirmé en que lo que se me había ocurrido era un planteamiento  metodológico que podría llegar a ser muy fructífero.

            ¿De qué se trata? A grandes rasgos, de recordar lo que nos dice la termodinámica sobre los procesos reversibles y los procesos irreversibles, y usarlo para intentar entender mejor cómo son, y cómo pueden y no pueden ser, los procesos revolucionarios.

            En consecuencia, lo primero que debería hacer es tratar de ensayar una explicación, breve y sencilla, sobre la termodinámica de la (i)reversibilidad, intentando –en la medida de lo posible– que no traicione lo que sé o creo saber sobre el particular, pero a la vez esforzándome en construir una imagen no matemática, apta para un público sin formación científica, que conserve lo más relevante de la cuestión. Empresa ambiciosa, sin duda, pero quisiera intentarlo. Así que vamos allá.


            Imaginemos, pues, como punto de partida, un gas encerrado en un cilindro. De las dos paredes circulares del cilindro, una de ellas, digamos la superior o que hace de “techo”, es móvil (lo que se suele llamar un émbolo, como en una jeringa). Eso significa que si ejercemos externamente presión sobre esta pared superior (el “émbolo”), por ejemplo colocando una gran piedra sobre ella, el émbolo bajará y el gas se comprimirá. Este sencillo experimento es un ejemplo de lo que en termodinámica se conoce como un proceso irreversible. Ello significa que, aunque quitemos la piedra, el émbolo no volverá a subir espontáneamente hasta llegar a la situación inicial. Quizá suba un poco, pero nunca alcanzará la altura a la que se encontraba al principio del experimento.

            ¿Existe alguna forma de realizar este experimento de compresión del gas en el cilindro sin que el proceso sea irreversible? La termodinámica nos dice que sí, pero también dice que hay que pagar un precio para lograrlo. El modo reversible de hacer bajar el émbolo y comprimir el gas, en vez de poner una piedra de golpe sobre él, consiste en ir colocando, uno a uno, granitos de arena. Con calma y sin apresurarse, dejando que el sistema “se acostumbre” a cada nuevo grano depositado. Haciéndolo así, cuando hubiéramos colocado el número de granos equivalente a la piedra, sí podríamos revertir el proceso (“dar marcha atrás”) y empezar a quitar, uno a uno y con calma, todos los granitos, y el émbolo sí que subiría hasta llegar a su posición inicial. El proceso de compresión llevado a cabo de esta manera, grano a grano, sí que sería, en consecuencia, un proceso reversible.

            ¿Cuál es el precio que ha habido que pagar? Su duración. Así como el proceso irreversible, el de la piedra, es brusco y drástico, y sucede en tan sólo algunos segundos, el proceso reversible de los granitos de arena es muy suave y muy progresivo, y se podría alargar durante días e incluso meses, como se puede comprobar con un cálculo muy sencillo[1]. Técnicamente, de hecho, para que un proceso sea perfectamente reversible debería durar, según nos dice la termodinámica, un tiempo infinito; sería lo que se llama un “proceso cuasiestático”. Lo que nosotros estaríamos consiguiendo con los granos de arena constituiría en realidad un proceso aproximadamente reversible.

            Y hasta aquí todo lo que se necesita saber de física para seguir el resto de mi explicación. Lo que es importante recordar de todo ello es que la termodinámica nos dice claramente que un proceso nunca podrá ser reversible si es brusco, drástico y rápido. (O, visto al revés: que todo proceso brusco, drástico y rápido será irreversible). Y para que un proceso sea reversible es condición necesaria que sea muy suave, muy progresivo, y que se alargue mucho en el tiempo. Estrictamente, debería alargarse infinitamente en el tiempo, y eso parece querer decir que no puede existir ningún proceso de verdad reversible. Efectivamente: la termodinámica no se anda con chiquitas en esta cuestión: los procesos reversibles no existen en la realidad. Son una invención humana, algo que sólo tiene pleno significado en nuestra imaginación. Todo lo que ocurre en la naturaleza, en el Universo, en nuestras vidas, es en términos estrictos irreversible. (Que cada uno haga la lectura personal que crea conveniente de esta importante enseñanza de la termodinámica, ciencia menos conocida que otras, pero a la cual no en vano Albert Einstein denominaba “el poder legislativo de la física”).

            ¿Qué sentido tiene, pues, hablar de reversibilidad, si tales procesos no existen, si todo lo que ocurre es en el fondo irreversible? Bueno, tiene sentido porque, aunque ningún proceso es puramente reversible, sí existen procesos casi reversibles, o aproximadamente reversibles. En el ejemplo del gas y el émbolo, en realidad no es cierto que cuando comprimimos y descomprimimos el gas yendo grano a grano la altura final del émbolo sea la misma que la inicial, pero sí es casi la misma. En cambio, si lo hacemos poniendo y quitando la piedra, la altura final a la que llegue el émbolo distará mucho de su altura inicial.

            Se trata ahora de dar un salto conceptual e intentar una descripción de los procesos socio-históricos en términos termodinámicos. O, mejor dicho, de algunos aspectos de tales procesos socio-históricos, concretamente en lo tocante a su reversibilidad (o irreversibilidad), a su carácter rupturista (o progresivo) y a su duración en el tiempo.

La hipótesis de partida, de acuerdo con lo anteriormente expuesto sobre sistemas físicos como el del gas y el cilindro, es la siguiente: para que un proceso de cambio social sea verdaderamente drástico en cuanto a rupturista, tendrá que desarrollarse rápidamente, pero será inevitable pagar el precio de que, a la vez, resulte irreversible, tanto más cuanto más rápido y drástico haya sido. Y esto atañe a todas las consecuencias que conlleve el susodicho cambio social: buenas o malas, pero siempre en gran medida imprevisibles.

            Contrariamente, los procesos progresivos y paulatinos podrán ser eventualmente reversibles, con la ventaja que esto supone para que sus actores políticos y sociales tengan la opción de ir evaluando sus consecuencias y tratar de enmendar los puntos débiles en tiempo real, mientras el sistema –esto es: el colectivo social– se va acostumbrando poco a poco a las novedades. Pero el elevado precio que ello implica es que la duración temporal de tales procesos de cambio tenderá a alargarse más y más, y su culminación a postergarse de manera virtualmente indefinida, lo cual muy bien podría, a la postre, acabar malogrando los objetivos genuinos del proyecto.

            La virtud del enfoque que propongo –por lo demás perfectamente cuestionable, bien que no ahondaré en su discusión por ahora– es que permite sopesar con bastante claridad cuáles son los riesgos de cada una de las dos alternativas opuestas: la vía lenta y la vía rápida para hacer la revolución. Y ello en tanto en cuanto permite, a la vez, comprender qué no podrá ser, por más que se quiera, ninguno de ambos extremos, así como tampoco ningún postulable término medio: la posibilidad de una revolución rápida y substancial, cuyos efectos reales no sean drásticos, irreversibles y también imprevisibles –como lo son, en última instancia, los de todo tipo de cambio social–, no es más que un sueño.

            Como es algo que ni existe ni puede existir, pretender creer en ello sería pretender engañarse. En la realidad, una revolución que consiga llevar a cabo grandes cambios en un tiempo corto es un drástico salto sobre el vacío que ya no tendrá marcha atrás, incluso si allí a donde se llegue tras el salto no es a donde habíamos creído o habíamos querido dirigirnos.

Y en cuanto a su opuesto, la revolución “serena y suave”, que se plantee hacer grandes cambios sin emprender acción drástica alguna, y cuyos errores podrían ir siendo revertidos y subsanados sobre la marcha… tampoco es posible en sentido literal, pues duraría un tiempo infinito.

            Por lo tanto, todos aquellos que nos planteamos la necesidad de una revolución haríamos bien en calibrar correctamente nuestros planes atendiendo únicamente a lo que es posible en la realidad, en vez de engañarnos con aquello imposible: un proceso netamente reversible y suave nunca podrá ser, por sí solo, verdaderamente revolucionario (ya que siempre se quedará a medias), y los saltos sobre el vacío que es necesario dar, por tanto, en una verdadera revolución serán siempre drásticos, irreversibles y con efectos que en gran parte no podrán controlarse a priori.

            En algún punto del abanico que así se abre, desde lo rupturista en extremo (pero imprevisible y totalmente irreversible) hasta lo controlable, suave y progresivo (pero siempre inconcluso), estamos obligados a tratar de situar nuestro propio proyecto, ya que toda otra opción se reduce a no existir.
                                                                                           
Pepe Ródenas Borja, 1 de mayo de 2017





[1] Basta suponer que los granos de arena son cubos de 0,3 mm de base, y que tardamos dos segundos en poner cada uno de ellos. Si la piedra completa ocupa un volumen de un tercio de litro (lo mismo que una lata de refrescos), tardaríamos nueve meses y medio en poner todos los granos.