jueves, 18 de mayo de 2017

¿Cómo aprendimos nuestra historia?

El autor del libro sobre el que hoy quisiera atraer vuestro interés empieza diciendo que él no es la persona idónea para llevar a cabo la investigación que se propone, pero que, a falta de la iniciativa de alguien más capacitado académicamente, se permite el atrevimiento de intentarlo.

Yo no comparto las conclusiones políticas que este señor extrajo de su propia investigación, pero le estaré eternamente agradecido por haberla emprendido, y por haber escrito un libro que nos enseña, con un lenguaje preciso y sencillo, la historia de mi tierra. Me refiero a Joan Fuster y su obra "Nosaltres els valencians" (1962).

Y lo asombroso es que él lo escribió y publicó durante la dictadura de Franco, mientras que Vicente y yo nacimos, crecimos y fuimos a la escuela en eso que se viene llamando "democracia". Pero algo debió de fallar en la educación recibida por nuestra generación, puesto que toda ella creció --por ejemplo-- creyendo a pies juntillas que a principios del siglo XVI los musulmanes habían desaparecido de la Península Ibérica.

El gran interés que tienen, a mi juicio, los dos pequeños fragmentos del libro de Fuster que hoy compartiré con vosotros radica en que arrojan bastante luz sobre algunos aspectos de lo que ocurre ahora mismo en España. Pero no quisiera contaminar vuestra lectura exponiendo aquí mis conclusiones precipitadamente. Antes bien, y siguiendo lo sugerido por la pregunta que titula esta entrada: ya que aprendimos mal nuestra historia (que eso nadie lo dude, ni aquí ni allá), reaprendámosla bien, ahora. Y eso empieza por hacer una lectura crítica y sosegada de los textos.

Así pues, apaguemos el televisor, doblemos la prensa hegemónica, alejémonos de las novelas calmantes, e impliquémonos activamente en la construcción de lo que Fuster nos ofrece.

Pues en eso sí confesaré estar de acuerdo con el autor, aunque no en el sentido estricto, quizá, que él quiso dar a sus palabras: es verdad que su obra resulta incompleta, y que es menester que alguien la venga a completar. Sólo que ese alguien, por fuerza, tendrá que ser el propio lector, desde una lectura activa, crítica y --por qué no-- creativa.

Sin más, aquí os presento mi traducción del texto original catalán:



Dos fragmentos de "Nosaltres, els valencians" (J. Fuster)

            «En las zonas rurales la revuelta tenía pábulos más profundos. El malestar agrario era tan viejo como el reino: ya en 1275 se registran los primeros disturbios por la posesión de tierras, y muchas perturbaciones medievales, todavía no estudiadas apenas, quizá insignificantes, tenían la misma causa. La Germanía[1] las continuaba. Existía, por un lado, el resentimiento del labrador contra el señor feudal. Pero, más aún, existía el resentimiento del labrador cristiano contra el labrador moro. Cabalmente los moros, reducidos a una servidumbre prácticamente absoluta, eran sin duda víctimas de una explotación más ignominiosa que la que pudiera sufrir el más desgraciado de los cristianos. El antagonismo religioso establecía entre unos y otros una aversión invencible. Pero el labriego cristiano, además, veía en el moro un competidor. Hombre de minifundio, codiciaba más tierra: la tierra que trabajaba el moro, aquel "extranjero". Y el moro la trabajaba en condiciones que el labriego cristiano no habría querido soportar. Los labriegos musulmanes tributaban a los señores de forma exorbitantemente desmesurada. Frugales, acostumbrados a un nivel de vida más bajo, no solamente podían resistir todo aquello, sino que además lo superaban con algún rendimiento. El labrador cristiano lo envidia. El moro, por otro lado, por su fidelidad al señor, parecía un cómplice del mismo feudalismo que lo oprimía: el feudalismo aborrecido por el cristiano libre».
(Traducido de: FUSTER, Joan. Nosaltres, els valencians. 1ª edición en la colección “labutxaca”. Barcelona: Edicions 62, 2010. Págs. 74 a 75. Año 1ª publicación de esta obra: 1962. ISBN: 978-84-9930-062-7).


            «Un edicto de 1502 ponía a los moros en la disyuntiva de bautizarse o de ser expulsados. Pero la Corona de Aragón quedó exenta de aplicarlo. Más aún: en las Cortes generales de Montsó, en 1510, el rey accedía a garantizar que los moros valencianos no serían "expulsados" ni obligados a hacerse cristianos. Era inevitable. En Aragón, y sobre todo en el País Valenciano, la economía agraria descansaba sobre la mano de obra musulmana, y una buena parte del pequeño comercio y de las actividades industriosas tenían asimismo su apoyo. Para la nobleza territorial esto era muy provechoso, dado que la mayoría de los moros eran vasallos suyos, y por tanto esta nobleza defendería con uñas y dientes una situación que le resultaba tan favorable».
 (Ibídem, pág. 82).





[1]  La revuelta de las Germanías fue un levantamiento de hermandades gremiales en contra de la nobleza que tuvo lugar en los reinos de Valencia y Mallorca a principios del S. XVI (nota del traductor).

sábado, 6 de mayo de 2017

Una herramienta para analizar los cambios sociales.

Al hilo de la entrada del 9 de noviembre de 2016, la cual pretendía erigirse como texto central entre todas aquellas ideas que nos gustaría ir compartiendo con vosotros (y que, aunque se llamó "manifiesto", era más bien una suerte de "manifiesto/programa"), vale la pena quizá profundizar en la reflexión sobre cómo es, una vez planteado un proyecto, el paso a la acción.

En este sentido, he plasmado en el breve artículo que os presentamos a continuación un enfoque, un intento de herramienta para el análisis teórico, sobre ciertas características que revisten los procesos del cambio social, principalmente considerado desde el punto de vista de sus supuestos actores-agentes.

Sobre ello, un breve comentario preliminar. Pese a que el título del texto menciona explícitamente los procesos revolucionarios, es cierto que con frecuencia he usado el enfoque propuesto para entender mejor otro tipo de procesos sociales, como por ejemplo los contactos entre culturas. Ello quizá debería haberme conducido a continuar el razonamiento del texto y considerar, explícitamente, la aplicación de sus planteamientos a algunos casos concretos. Pero lo cierto es que, en última instancia, me ha parecido mejor dejar abierta esa posibilidad al lector, evitando condicionar su propia reflexión al respecto, y considerando, además, que en cualquier caso siempre estoy a tiempo de retomar la cuestión en algún otro escrito futuro.

(Puedes descargar en pdf el artículo haciendo clic AQUÍ)



La termodinámica de la Revolución.

            Nunca he sido amigo de las metáforas que pretenden aplicar teorías físicas para entender hechos literarios, sociológicos o psicológicos. En general, me suelo sentir incómodo si alguien me habla o me hace hablar de relatividad o de física cuántica, excepto si mi interlocutor es también físico o matemático. Pese a ello, llevo algunas semanas dándole vueltas a una idea que cada vez me parece más interesante. Recientemente leí en el diario algo acerca de una reivindicación feminista que está ganando peso en la India, lo cual me llevó a pensar en todo ello otra vez, y me reafirmé en que lo que se me había ocurrido era un planteamiento  metodológico que podría llegar a ser muy fructífero.

            ¿De qué se trata? A grandes rasgos, de recordar lo que nos dice la termodinámica sobre los procesos reversibles y los procesos irreversibles, y usarlo para intentar entender mejor cómo son, y cómo pueden y no pueden ser, los procesos revolucionarios.

            En consecuencia, lo primero que debería hacer es tratar de ensayar una explicación, breve y sencilla, sobre la termodinámica de la (i)reversibilidad, intentando –en la medida de lo posible– que no traicione lo que sé o creo saber sobre el particular, pero a la vez esforzándome en construir una imagen no matemática, apta para un público sin formación científica, que conserve lo más relevante de la cuestión. Empresa ambiciosa, sin duda, pero quisiera intentarlo. Así que vamos allá.


            Imaginemos, pues, como punto de partida, un gas encerrado en un cilindro. De las dos paredes circulares del cilindro, una de ellas, digamos la superior o que hace de “techo”, es móvil (lo que se suele llamar un émbolo, como en una jeringa). Eso significa que si ejercemos externamente presión sobre esta pared superior (el “émbolo”), por ejemplo colocando una gran piedra sobre ella, el émbolo bajará y el gas se comprimirá. Este sencillo experimento es un ejemplo de lo que en termodinámica se conoce como un proceso irreversible. Ello significa que, aunque quitemos la piedra, el émbolo no volverá a subir espontáneamente hasta llegar a la situación inicial. Quizá suba un poco, pero nunca alcanzará la altura a la que se encontraba al principio del experimento.

            ¿Existe alguna forma de realizar este experimento de compresión del gas en el cilindro sin que el proceso sea irreversible? La termodinámica nos dice que sí, pero también dice que hay que pagar un precio para lograrlo. El modo reversible de hacer bajar el émbolo y comprimir el gas, en vez de poner una piedra de golpe sobre él, consiste en ir colocando, uno a uno, granitos de arena. Con calma y sin apresurarse, dejando que el sistema “se acostumbre” a cada nuevo grano depositado. Haciéndolo así, cuando hubiéramos colocado el número de granos equivalente a la piedra, sí podríamos revertir el proceso (“dar marcha atrás”) y empezar a quitar, uno a uno y con calma, todos los granitos, y el émbolo sí que subiría hasta llegar a su posición inicial. El proceso de compresión llevado a cabo de esta manera, grano a grano, sí que sería, en consecuencia, un proceso reversible.

            ¿Cuál es el precio que ha habido que pagar? Su duración. Así como el proceso irreversible, el de la piedra, es brusco y drástico, y sucede en tan sólo algunos segundos, el proceso reversible de los granitos de arena es muy suave y muy progresivo, y se podría alargar durante días e incluso meses, como se puede comprobar con un cálculo muy sencillo[1]. Técnicamente, de hecho, para que un proceso sea perfectamente reversible debería durar, según nos dice la termodinámica, un tiempo infinito; sería lo que se llama un “proceso cuasiestático”. Lo que nosotros estaríamos consiguiendo con los granos de arena constituiría en realidad un proceso aproximadamente reversible.

            Y hasta aquí todo lo que se necesita saber de física para seguir el resto de mi explicación. Lo que es importante recordar de todo ello es que la termodinámica nos dice claramente que un proceso nunca podrá ser reversible si es brusco, drástico y rápido. (O, visto al revés: que todo proceso brusco, drástico y rápido será irreversible). Y para que un proceso sea reversible es condición necesaria que sea muy suave, muy progresivo, y que se alargue mucho en el tiempo. Estrictamente, debería alargarse infinitamente en el tiempo, y eso parece querer decir que no puede existir ningún proceso de verdad reversible. Efectivamente: la termodinámica no se anda con chiquitas en esta cuestión: los procesos reversibles no existen en la realidad. Son una invención humana, algo que sólo tiene pleno significado en nuestra imaginación. Todo lo que ocurre en la naturaleza, en el Universo, en nuestras vidas, es en términos estrictos irreversible. (Que cada uno haga la lectura personal que crea conveniente de esta importante enseñanza de la termodinámica, ciencia menos conocida que otras, pero a la cual no en vano Albert Einstein denominaba “el poder legislativo de la física”).

            ¿Qué sentido tiene, pues, hablar de reversibilidad, si tales procesos no existen, si todo lo que ocurre es en el fondo irreversible? Bueno, tiene sentido porque, aunque ningún proceso es puramente reversible, sí existen procesos casi reversibles, o aproximadamente reversibles. En el ejemplo del gas y el émbolo, en realidad no es cierto que cuando comprimimos y descomprimimos el gas yendo grano a grano la altura final del émbolo sea la misma que la inicial, pero sí es casi la misma. En cambio, si lo hacemos poniendo y quitando la piedra, la altura final a la que llegue el émbolo distará mucho de su altura inicial.

            Se trata ahora de dar un salto conceptual e intentar una descripción de los procesos socio-históricos en términos termodinámicos. O, mejor dicho, de algunos aspectos de tales procesos socio-históricos, concretamente en lo tocante a su reversibilidad (o irreversibilidad), a su carácter rupturista (o progresivo) y a su duración en el tiempo.

La hipótesis de partida, de acuerdo con lo anteriormente expuesto sobre sistemas físicos como el del gas y el cilindro, es la siguiente: para que un proceso de cambio social sea verdaderamente drástico en cuanto a rupturista, tendrá que desarrollarse rápidamente, pero será inevitable pagar el precio de que, a la vez, resulte irreversible, tanto más cuanto más rápido y drástico haya sido. Y esto atañe a todas las consecuencias que conlleve el susodicho cambio social: buenas o malas, pero siempre en gran medida imprevisibles.

            Contrariamente, los procesos progresivos y paulatinos podrán ser eventualmente reversibles, con la ventaja que esto supone para que sus actores políticos y sociales tengan la opción de ir evaluando sus consecuencias y tratar de enmendar los puntos débiles en tiempo real, mientras el sistema –esto es: el colectivo social– se va acostumbrando poco a poco a las novedades. Pero el elevado precio que ello implica es que la duración temporal de tales procesos de cambio tenderá a alargarse más y más, y su culminación a postergarse de manera virtualmente indefinida, lo cual muy bien podría, a la postre, acabar malogrando los objetivos genuinos del proyecto.

            La virtud del enfoque que propongo –por lo demás perfectamente cuestionable, bien que no ahondaré en su discusión por ahora– es que permite sopesar con bastante claridad cuáles son los riesgos de cada una de las dos alternativas opuestas: la vía lenta y la vía rápida para hacer la revolución. Y ello en tanto en cuanto permite, a la vez, comprender qué no podrá ser, por más que se quiera, ninguno de ambos extremos, así como tampoco ningún postulable término medio: la posibilidad de una revolución rápida y substancial, cuyos efectos reales no sean drásticos, irreversibles y también imprevisibles –como lo son, en última instancia, los de todo tipo de cambio social–, no es más que un sueño.

            Como es algo que ni existe ni puede existir, pretender creer en ello sería pretender engañarse. En la realidad, una revolución que consiga llevar a cabo grandes cambios en un tiempo corto es un drástico salto sobre el vacío que ya no tendrá marcha atrás, incluso si allí a donde se llegue tras el salto no es a donde habíamos creído o habíamos querido dirigirnos.

Y en cuanto a su opuesto, la revolución “serena y suave”, que se plantee hacer grandes cambios sin emprender acción drástica alguna, y cuyos errores podrían ir siendo revertidos y subsanados sobre la marcha… tampoco es posible en sentido literal, pues duraría un tiempo infinito.

            Por lo tanto, todos aquellos que nos planteamos la necesidad de una revolución haríamos bien en calibrar correctamente nuestros planes atendiendo únicamente a lo que es posible en la realidad, en vez de engañarnos con aquello imposible: un proceso netamente reversible y suave nunca podrá ser, por sí solo, verdaderamente revolucionario (ya que siempre se quedará a medias), y los saltos sobre el vacío que es necesario dar, por tanto, en una verdadera revolución serán siempre drásticos, irreversibles y con efectos que en gran parte no podrán controlarse a priori.

            En algún punto del abanico que así se abre, desde lo rupturista en extremo (pero imprevisible y totalmente irreversible) hasta lo controlable, suave y progresivo (pero siempre inconcluso), estamos obligados a tratar de situar nuestro propio proyecto, ya que toda otra opción se reduce a no existir.
                                                                                           
Pepe Ródenas Borja, 1 de mayo de 2017





[1] Basta suponer que los granos de arena son cubos de 0,3 mm de base, y que tardamos dos segundos en poner cada uno de ellos. Si la piedra completa ocupa un volumen de un tercio de litro (lo mismo que una lata de refrescos), tardaríamos nueve meses y medio en poner todos los granos.