miércoles, 12 de diciembre de 2018

Un relato que pensé en Portugal

A continuación os comparto un relato que escribí este verano, a través del cual se puede intentar, pienso, otro tipo de enfoque sobre los temas que en este blog constituyen el núcleo principal de nuestra reflexión.

Aquí lo tenéis:



El alma.


Querido Ricardo:

            Espero que tú y tu familia os encontréis bien. Te escribo, tras pasar cinco semanas en la población fronteriza que te mencioné en mi última carta, para decirte que ya estoy de nuevo en camino.
            Hoy hace diez días que reanudé mi viaje, y tengo la intención, esta vez, de no detenerme hasta alcanzar la capital. La mítica capital de la Lejana Potencia, de la cual solamente conocemos, a lo sumo, relatos de relatos, y que al fin voy a poder ver con mis ojos, si nuestros dioses así lo quieren.
            Recordarás que en mi anterior carta te decía que, visto el interés despertado por las mercancías que transporto, había decidido detenerme en aquella pequeña ciudad para proveerme de moneda regional, a la vez que aprovechaba para estudiar a conciencia la lengua de aquí.
            No exagero si afirmo que lo que iban a ser unas tranquilas semanas de estudio al final se han convertido en toda una revolución interior. Me resultará un poco difícil hacerte entender cabalmente por qué, pero quisiera intentarlo. Allá voy.
            Se trata, por hablar desde el principio con claridad, de mi percepción sobre el valor de la cultura de ellos, de esta Lejana Potencia, que cada vez se me aparece menos como ese pueblo de bárbaros temibles e incivilizados del que tanto hablan nuestros relatos.
            Sé que te escandalizarán mis palabras –no las dichas hasta aquí, sino lo que a partir de ahora diré–, o temo que puedas, quizá, sospechar que emprendí este viaje, en el fondo, como una especie de renegado, como alguien que ha dejado de amar su propia cultura, la de nuestra propia Potencia –una cultura con tan larga tradición, y que a tantos pueblos ha logrado imponer su superioridad y hacer salir de las tinieblas de la barbarie–.
            Pero sería un error que así lo creyeras. No soy ningún renegado, ni rechazo la tierra que me vio nacer y crecer. Estoy, sencillamente, aprendiendo a mirar el mundo con los ojos de estas gentes, como si estuviera desarrollando, por así decirlo, la capacidad de ser otro sin dejar de ser yo. Lo cual no es otra cosa que un verdadero crecimiento personal, creo yo. Un “hacerse más sabio”. Y conste que lo digo sin presunción.
            Te pondré un ejemplo para que entiendas mejor lo que te quiero decir.
            Se trata de las mujeres de estas tierras. Recordarás, de mi misiva anterior, cómo te explicaba, desde una especie de paternalismo condescendiente, que los hombres de este lugar eran tan poco capaces que vivían en vergonzante plano de igualdad con sus mujeres, sin que pudiera apenas percibirse ninguna diferencia, digamos “operativa”, entre ellos y ellas, al menos en lo tocante a sus actividades cotidianas, tanto personales como sociales (a excepción, claro está, de la natural fuerza física masculina, y de los aspectos fisiológicos femeninos relativos a la maternidad).
            Yo infería de todo ello, precisamente, una manifestación de la supuesta inferioridad cultural de estos hombres con respecto a los nuestros: no son capaces de ver que un hombre sano es siempre por naturaleza superior a una mujer, tanto en lo intelectivo como en lo físico. Y si no son capaces de ver esto, es que el desarrollo de estos hombres en el proceso que los lleva de la infancia a la adultez ha sido de algún modo defectuoso. Aquella era mi conclusión, como recordarás, tal cual lo escribía yo entonces. Imaginaba que los hijos de estos “bárbaros” recibían una educación tan miserable, tan rastrera, que acababa por envilecerlos del todo, degradando sus capacidades innatas hasta hacerlas comparables a las de una mujer, es decir: a las de un ser inferior.
            Así pensaba yo… pero de esto hace varias semanas.
            El hecho de estudiar la lengua de este pueblo, sin embargo, me ha permitido ver otros elementos de su cultura que antes se me escapaban, y en los cuales –permíteme que te lo diga sin andarme por las ramas– ellos se muestran incomparablemente superiores a nosotros. Hablo, en concreto, de sus métodos de numeración y cálculo. Son aquí capaces, amigo Ricardo, de describir con precisión el movimiento de los proyectiles balísticos por medio de unos razonamientos numéricos absolutamente soberbios, bien que para mí imposibles de seguir en profundidad. El grado de exactitud que alcanza su descripción de las trayectorias es tal, querido amigo, que si por ejemplo lanzásemos, digamos, un proyectil desde el suelo con una inclinación e impulso inicial conocidos, ellos sabrían decirnos con precisión asombrosa a qué distancia se encuentra el punto de impacto con el suelo cuando el proyectil vuelve a caer. Parece cosa de magia ¿verdad?
            Pero eso no es todo: he visto hacer con soltura a jóvenes de dieciséis años este tipo de cálculos, ¡mujeres incluidas!
            Sé que ahora mismo estarás pensando: «¿Y para qué sirven todos esos malabarismos numéricos? ¿Qué valor pueden tener, más allá de una especie de entretenimiento circense sin ninguna importancia? Y, sobre todo, ¿qué demuestra el hecho de que sus mujeres y adolescentes consigan dominar tales métodos de cálculo? Quizá –dirás– lo único que con ello se pone de manifiesto es que no son métodos tan difíciles de aprender, que no son más que un simple jueguecito. Y, en todo caso –concluirás–, nada de esto evita que sean una cultura inferior, una sociedad atrasada, de bárbaros bestiales, tal y como los pintan las historias de nuestra tradición».
            Entiendo, amigo mío, que pienses todo eso. Mas déjame intentar persuadirte de lo contrario. Pues yo también he estado largos días confundido al respecto, y poco a poco he podido ir viendo las cosas de otra manera. Y en cuanto a nuestros relatos tradicionales sobre ellos… son pura leyenda, créeme, una sarta de falsedades. A medida que pasaba más tiempo en aquella ciudad, el velo me iba cayendo de los ojos, y cada vez era más crítico con mi visión inicial. Lo que ya me ha hecho decantarme sin ningún atisbo de duda, la gota que colma, por así decirlo, han sido mis conversaciones con el señor Vii.
            Pero aún no conoces al señor Vii.
            Bueno, vayamos por partes. Enseguida llegamos a eso. Permíteme primero, no obstante, que acabe de exponerte a grandes rasgos cómo se ha modificado paulatinamente mi percepción sobre esta cultura, y a la vez sobre la nuestra, durante mi estancia en las tierras fronterizas.
            Sé bien que en mi anterior carta te expliqué, como algo ilustrativo del atraso de estas gentes, su desastrosa relación con el mundo natural. En concreto, de qué manera maltratan a sus animales, y cómo son incapaces de evitar la mayoría de enfermedades, o de sanar cuando las contraen, porque viven en un estado de permanente oposición, poco menos que en guerra, con todas las especies vivas de la Gran Madre. Nunca han aprendido, ni tan siquiera parece que lo han intentado, las artes de armonizarse y comunicarse con todo su entorno vegetal y animal, y así es imposible escapar a las amenazas naturales que se ciernen sobre el cuerpo, como nosotros sabemos bien.
            Todo esto es cierto. Mi visión sobre ello no ha cambiado ni un ápice. En todo lo relativo a nuestros saberes sobre el mundo natural, y en cómo debe ser nuestra relación con el resto de especies, en estas tierras no hallaremos rival. Da verdadera aprensión ver sus cuerpos fofos y llagados, el estado en el que alcanzan la senectud, y los terribles padecimientos con los que muchos de ellos se marchan de este mundo antes de tiempo. Tendríamos mucho que enseñar a este pueblo en lo relativo a estas cosas, no me cabe la menor duda.
            Así pues, ¿en qué quedamos? ¿Somos mejores nosotros, pese a todo? Esa misma pregunta carcomía mi ánimo al principio, ya que iba observando, como te he explicado, que nos habían superado en algunas cosas, y siempre quería sacar una especie de “balance global” para poder decirme, al final del día, que en lo “verdaderamente importante” nosotros éramos superiores. Pero como quiera que en el fondo cada vez me parecía más estúpido seguir negando lo muy superiores que eran ellos en cosas de indiscutible valor, me acabé por contentar aceptando que, sencillamente, ellos eran buenos en unas cosas y nosotros en otras, y en suma podría decirse que la partida quedaba en tablas.
            Pero no. Ni siquiera ésta es una visión correcta de las cosas. No son “salvajes”, ni mejores que nosotros, o nosotros mejores que ellos, ni tampoco estamos en una especie de “empate”.
            El problema de toda esta especie de competición de ellos contra nosotros no radica en el “ellos” ni en el “nosotros”, sino en el “contra”, por así decirlo. Lo acabé viendo claro en mis conversaciones con Vii.
            Ay… pero veo que me estoy explicando bastante mal, querido amigo, y si has tenido la paciencia de llegar hasta este punto debes de estar cada vez más cansado de lo que quizá se te antoje un ir de acá para allá y no aclarar nada. Supongo que en parte tienes razón. Pero albergo la esperanza de arrojar luz sobre este embrollo en las páginas restantes, por lo que te ruego, viejo amigo, que tengas todavía un poco más de paciencia y continúes leyendo, pues pronto todo se aclarará.
            Veamos. Quizá la mejor manera de hacer esto más comprensible sea no empezar la casa por el tejado, y seguir un hilo un poco más cronológico. Intentémoslo así.
            Sigo.
            A la vez, pues, que estudiaba la lengua de aquí, también comerciaba, como te he dicho, para proveerme de la moneda en curso, que suponía me iba a ser necesaria cuando retomara el camino hacia la capital. Esto me hizo entrar en contacto con sus métodos de cálculo y numeración, y tratar, sin mucho éxito, de aprenderlos. Así fui introduciéndome en el mundillo de los calculistas de la ciudad, y pude presenciar proezas numéricas de naturaleza diversa, como aquello del proyectil. Lo cierto es que no acabaría si tratara de enumerar todas las aplicaciones que estos calculistas dan a algo tan inocente y aparentemente limitado como los números y el contar. Por no extenderme, te diré que sus mejores artesanos construyen unos objetos curiosísimos, a los que llaman “máquinas”, cuya apariencia exterior puede ser sumamente variada: desde sencillos cuerpos geométricos hasta la forma de una especie de animales fantásticos. Lo que todas estas máquinas tienen en común, sin embargo, es que su interior esconde una suerte de tripas de hierro y madera, constituidas por minúsculas piececillas, de caprichosa hechura, que se conectan y entrelazan hasta formar una trama capaz de cobrar movimiento, en un momento dado, en virtud de un procedimiento que todavía no he logrado entender. (Ellos le llaman “dar cuerda”, pero aún no he obtenido de ellos más que una amplia sonrisa cuando trato de averiguar qué misterio se oculta tras esa dichosa “cuerda”).
            Estas máquinas permiten cosas como medir el paso del tiempo (como nuestros mejores relojes de arena), elevar agua, disparar proyectiles con gran precisión, y otra serie de utilidades. Pero lo más asombroso es que el movimiento y funcionamiento de estas máquinas (y de sus entrañas de hierro y madera) queda consignado con total exactitud en unos libros repletos de símbolos numéricos y calculísticos, de modo que los artesanos de esta tierra afirman que no les basta con el simple conocimiento de su oficio para la construcción de las máquinas, sino que a lo largo de todo el proceso de fabricación necesitan consultar continuamente estos libros, e incluso a menudo deben completar por sí mismos, en un papel aparte, algunos de los cálculos que no están lo suficientemente detallados.
            En apariencia, todas estas máquinas ofrecen a la población comodidades menores, que quizá no supongan grandes ventajas si se comparan con las que a nosotros nos proporciona nuestro conocimiento del mundo natural y de vivir en armonía con él. O al menos así razonaba yo las primeras semanas, a juzgar por los cuerpos insanos y atormentados que veía a mi alrededor. De poco les sirven, me decía, todas sus maquinitas con panzas de hierro y madera para contrarrestar el sufrimiento causado por la mala salud de sus cuerpos. Pero, cuidado… en realidad hay una importante excepción a esto. Hay una parte de sus cuerpos que ellos saben cuidar mejor que nosotros. Me refiero a la cabeza, o, más bien, a lo que hay en su interior. A esta parte ellos la denominan “mente”, y se corresponde de un modo impreciso con lo que nosotros llamamos “sesos”, no sabría bien explicarte la diferencia... digamos, para no enredarnos, que son términos esencialmente equivalentes.
            Sin embargo, sí hay otra palabra para la que me ha resultado imposible hallar un equivalente en la lengua de aquí. No hay traducción posible aquí para lo que nosotros llamamos “depresión”.
            Los habitantes de este lugar, con sus cuerpos enfermizos y decaídos, no saben lo que es la depresión, sencillamente, porque nunca la han padecido. Para hacerme entender tuve que hablar figuradamente en su lengua, cosa nada fácil para un extranjero como yo, y usar expresiones como “tener mal los sesos” (“la mente”, que dicen ellos), “enfermar de lo que hay dentro de la cabeza”, y cosas por el estilo. Ellos me hablaban de unos cuidados, de unas prácticas que siguen para evitar este mal que tantos estragos causa en nuestro país (donde es un clásico, como sabemos, el elevado número de jóvenes que se suicidan a causa de un desengaño amoroso, tema sobre el que han cantado infinidad de bardos y poetas). Según me contaban, en esta cultura hay una especie de “gimnasia de los sesos”, por así decirlo, que permite fortalecer la tal “mente” para hacer frente a las debilidades de tipo depresivo. Yo me imaginaba algo similar al efecto que tiene nuestra gimnasia y buena alimentación para vigorizar el cuerpo y hacerlo más resistente… pero aplicándolo a los sesos; algo notabilísimo, vamos. Fue todo esto lo que me acabó llevando a trabar conocimiento con el señor Vii, que es mi actual compañero de viaje y futuro anfitrión, si todo va bien.
            Como fuera que los lugareños veían mi interés, por un lado, en su ciencia numérica y aplicación a construir máquinas, y, por otro, en cómo lograban curar la “mente”, como nosotros solemos curar el resto del cuerpo, y evitar la depresión (como nosotros sabemos evitar el resto de enfermedades), finalmente se me condujo a la presencia de algunos de los habitantes de aquella ciudad que más profundos conocimientos tenían sobre estos temas, los cuales, pese a todo, me indicaron que tales conocimientos no les bastaban para ilustrarme como mi interés merecía, y me recomendaron esperar al señor Vii, para formularle a él mis preguntas.
            Este señor Vii, según me explicaron, era un reputado sabio de la capital, que había emprendido un viaje de estudios lingüísticos por todos los territorios fronterizos, y en breve se esperaba su llegada a la población.
            Tuve la suerte de no tener que esperar mucho.
            El señor Vii, cuyo nombre completo es Laay Vii Cuu, llegó en menos de una semana, y enseguida tuve la oportunidad de ponerme en contacto con él.
            Fui presentado como un comerciante extranjero interesado en la lengua y las “ciencias humanas” de aquí. Así es como podría traducirse la denominación que ellos dan, según he notado, al conjunto de todas las ramas del conocimiento desarrolladas en su cultura, de forma equivalente a como nosotros solemos usar la expresión “ciencias naturales” para referirnos al conjunto de nuestros saberes.
            Tras los primeros intercambios de impresiones, más formales que otra cosa, el señor Vii y yo establecimos rápidamente una gran complicidad, basada en una especie de identificación mutua. En realidad, su pretendido viaje para estudiar las lenguas de los pueblos “satélites” o fronterizos encubría un interés por acercarse al máximo a las tierras que entran ya bajo nuestro dominio, y ello al objeto de conocer nuestra cultura. Pero debido a su cargo y obligaciones en la intrincada estructura social de la capital, no podía declarar abiertamente este objetivo como motivo oficial del viaje. Y por ello mismo se había visto constreñido a planificarlo siguiendo una ruta prefijada, a lo largo de la cual no había tenido ocasión de adentrarse en nuestro territorio propiamente dicho, sino que más bien se había tenido que contentar con recopilar tradiciones o experiencias de terceros que recogían indirectamente hipotéticos testimonios sobre nuestro pueblo, bien que en su fuero interno nunca renunció a la esperanza de llegar a encontrar, en alguna de las poblaciones fronterizas, a algún viajero oriundo de nuestro territorio que pudiera hablarle de nosotros en primera persona.
            Lo cual no sucedió hasta que dio conmigo, y tuvo como consecuencia que, tras conocer nuestro interés mutuo por la cultura del otro, se ofreciera a acompañarme en el viaje a la capital, así como a darme allí albergue todo el tiempo que fuera necesario, y he aquí el motivo por el cual hace días que nos hemos puesto en camino.
            A cambio, lo único que Vii me pidió fue que le enseñara nuestra lengua, que le instruyera en generalidades básicas de nuestras “ciencias naturales”, y le hablara de todo aquello que mereciera ser reseñado, a mi juicio, en un primer acercamiento a nuestra cultura.
            Y así, desde que hemos emprendido juntos la marcha, todas las mañanas dedicamos dos horas al estudio de nuestra lengua, tarea a la que él se aplica con tanta diligencia, debo decir, como yo lo he hecho con la lengua de ellos, por lo que los progresos realizados son más que satisfactorios hasta el momento.
            El resto del tiempo, nos comunicamos en su lengua –y gracias a su ayuda estoy logrando perfeccionarla, por cierto, a pasos de gigante–, enriqueciéndonos mutuamente en largas charlas sobre los más variados aspectos de ambas culturas.
            Y sobre ese enriquecimiento mutuo, querido Ricardo, es que quería hablar en la última parte de esta carta. Pues lo cierto es que gracias a él veo clara por fin la misión de mi viaje, el cual, como sabes, empezó  de un modo extraño, un poco como la búsqueda de algo que no se sabe qué es.
            Ambos, el señor Vii y yo, hemos necesitado mucha apertura para conseguir entendernos, para aprender del otro algo más allá de una lengua. Pero nos ha facilitado las cosas, paradójicamente, un sentimiento compartido, que afloraba a medida que nos conocíamos mejor. (Si he de ser sincero, como entenderás enseguida, yo ya empezaba a albergar ese sentimiento las semanas antes de haberlo conocido, y asimismo tengo razones para intuir que tampoco en él era algo totalmente nuevo).
            Me refiero a la percepción de que todas las leyendas, mitos, supuestos relatos antiguos o tradiciones orales que hablaran de la lejana cultura del otro no eran más que patrañas. Historias nada rigurosas, más bien interesadas o distorsionadas deliberadamente, que se habían ido pervirtiendo y mezclando de manera contradictoria con el pasar de los siglos, hasta que al final no era posible encontrar en ellas ningún sedimento útil, si lo que se está buscando es conocimiento objetivo. (Si lo que se busca, en cambio, es sembrar la simiente del odio, que será sazonado con el recuerdo de inciertas guerras de antaño, y con un vano sentimiento de superioridad… entonces esos relatos cumplen su función a las mil maravillas).
            En fin, la sorpresa de ambos fue grande al comprobar, primeramente, que no teníamos ninguna noción fidedigna de la cultura del otro gracias a aquellas historias de la tradición, pero sobre todo al ir después, poco a poco, intuyendo que no era cierto tampoco el prejuicio de superioridad.
            Si hay que ser francos, él sí había podido tener acceso en su viaje a informaciones más veraces, aunque siempre indirectas, sobre las virtudes de nuestro modo de vida, de nuestra aparente invulnerabilidad a las enfermedades emanada de la aplicación de nuestra “ciencia natural”. Y, pese a ello, la interpretación que hizo de esas informaciones, por lo demás no muy rigurosas, fue inicialmente errónea de parte a parte: directamente se negaba a creer que nuestros cuerpos gozaran de tanta salud, lo descartaba por “claramente imposible”, y lo que es más: aunque te suene increíble, en la convivencia armoniosa con los demás seres vivos propia de nuestro estilo de vida él veía… ¡un signo de nuestro “atraso”! Tuvo, progresivamente, que irse convenciendo de que en esta cuestión los que andan errados (ya no diré “atrasados”, no me gusta) son ellos, y empezar a hacer una autocrítica, por ejemplo, respecto al modo en que ellos maltratan a sus animales –no darías crédito a tus ojos si lo vieras, amigo Ricardo: es algo verdaderamente salvaje, espeluznante–.
            Ahora bien, más me ha costado a mí entender lo que significa la igualdad social en que viven hombres y mujeres en esta cultura. Al principio, como te dije, creí que sólo demostraba su atraso. Que sus hombres tuvieran casi exactamente las mismas (¡y pobres!) habilidades que sus mujeres, hasta el punto de aparentar ellas no ser por naturaleza inferiores a ellos, se me antojaba tan aberrante que sólo podía significar una cosa: las formas sociales de aquí pervertían hasta tal punto las capacidades innatas del hombre que lo convertían en un ser inferior, en algo “equivalente” a una mujer.
            Pero ahora puedo ver dónde estaba el error en esa deducción.
            Al ir entendiendo que la ausencia de ese mal que nosotros llamamos “depresión” no era cosa de magia ni de misterio, sino fruto de la aplicación de un saber muy elaborado y evolucionado en el seno de esta civilización, un conocimiento y control de lo que ellos llaman la “mente”, que a su vez tiene que ver –sé que esto, de nuevo, te va a sorprender– con sus habilidades numéricas y calculísticas… cuando fui teniendo una clara noción de todo esto, acabé por comprender que no son una cultura inferior, ni mucho menos (tampoco superior: no tiene mucho sentido, pienso ahora, hablar en esos términos –no digamos ya albergar odios o resentimientos por supuestas guerras de siglos atrás–). En consecuencia, no es su proceso educativo y social lo que hace que sus hombres “no se desarrollen”: al contrario, este proceso sí los lleva a desarrollarse completamente… ¡pero a sus mujeres también! Y como quiera que el resultado de ambos “desarrollos completos” es la más notoria igualdad, tanto de derecho como de hecho, la conclusión es ineludible: somos nosotros, en nuestra querida y autoensalzada cultura, los que llevamos a la mujer a no desarrollarse conforme a sus máximas posibilidades intrínsecas, y por eso, por reprimirlas contra natura en su educación, acabamos confundiendo causa con efecto, y así creemos que ellas son por naturaleza inferiores, cuando esto es falso.
            Bien, ya lo he dicho. Me parece que al fin he conseguido, pese a todo, explicarte toda esa “revolución interior” que al principio te decía que está habiendo en mí en este viaje, y el embrollo inicial de mi relato ya se empieza a aclarar.
            Pero soy consciente de que muy probablemente no te haya convencido; imagino que lo más fácil es que, en realidad, estés a punto de pensar que me he trastornado, que estoy perdiendo el juicio, que acaso ya no soy el que era y que quizá demasiado tiempo pasado en tierras extrañas me haya llevado al desequilibrio, y que además nada de lo dicho hasta ahora justifica, en el fondo, la creencia de que ésta es realmente una cultura “respetable”, “no inferior”.
            De acuerdo: concedido. Es posible que de lo relatado hasta aquí todavía no se pueda desprender forzosamente que ellos no son una cultura inferior. Por eso me he dejado para el final la explicación de algo que el señor Vii me ha contado en los últimos días, y no es más que el relato, diríase que “histórico”, de cómo se han desarrollado sus “ciencias humanas” para ir de una simple habilidad con los números y la construcción de artificios mecánicos hasta todo un saber que puede prevenir y curar las depresiones, entre muchos otros logros.
            Cuando acabe mi relato estoy seguro de que, como mínimo, empezarán a tambalearse tus prejuicios. No pido más.
            Y a propósito, si has llegado a este punto de mi escrito –y espero que sí, ya sea por nuestra vieja amistad, o cuando menos movido por curiosidad pura y dura–, pienso que ya no tiene sentido seguir ocultando “higiénicamente” un detalle de sustantiva importancia. A saber: no hay, en realidad, ningún “señor Vii”. El señor Vii es en realidad la señora Vii: es decir, una mujer. Conocer lo cual, en el fondo, no debería suponer otra cosa que la primera grieta en el muro de tus prejuicios, si es que todavía sigue en pie.
            Y he aquí lo que ella, lo que Laay Vii Cuu me contó cuando me interesé por la historia de sus “ciencias humanas”, historia en la cual ella está sumamente versada. Recordarás que más arriba he descrito cómo la gente de aquí es capaz de codificar mediante páginas y páginas de cálculos numéricos enrevesadísimos el funcionamiento de esas máquinas, repletas de laberínticos mecanismos de madera y metal, que construyen haciendo gala de técnicas artesanas muy depuradas, y a las que “dan cuerda” para que cobren movimiento y cumplan la función al objeto de la cual han sido construidas. Según parece, hubo un momento en la historia de esta particular forma de artesanía en el cual alguien tuvo la idea de proyectar uno de estos libros con un objetivo bastante ambicioso.  Se trataba de lograr que la máquina que se construyera siguiendo las instrucciones de ese libro se asemejase en su comportamiento –una vez “dada cuerda”, se entiende– al de un ser humano. Al principio, la máquina en cuestión era demasiado difícil de construir en la realidad, pues no estaba al alcance de las capacidades técnicas de la época, y todo quedó en una fanfarronada numérica en las páginas de aquel grueso volumen. Sin embargo, con el pasar de los años, los métodos artesanos de esta civilización fueron superándose a sí mismos de manera creciente, hasta que un día fue posible construir el primero de estos “seres humanos a cuerda”.
            Logro que se redujo, claro está, a poco más que una diversión, un entretenimiento para pasar el rato, y así fueron durante decenios las siguientes ediciones del “juguetito”. Pero el progreso de la artesanía para construir nuevos y atrevidos modelos de “humanos a cuerda” corría paralelo a los nuevos refinamientos en su parte teórica, es decir: en el libro que contenía la descripción calculística del funcionamiento, e instrucciones de construcción, del muñeco.
            Finalmente, lo que al principio había sido un único libro, se extendía ya a lo largo de muchos tomos en los anaqueles de una sala de la biblioteca de la capital, los cuales encarnaban los frutos de un gigantesco proyecto colectivo, en continuo progreso, en el que habían trabajado y trabajaban aún cantidades ingentes de especialistas en números. A su vez, los “humanos a cuerda” que los artesanos construían siguiendo las pautas del libro tenían cada vez un comportamiento más difícil de distinguir del de los verdaderos humanos.
            Tú te preguntarás ahora mismo qué ganaban con ello, imagino. Qué sentido tenía, por puro juego, invertir tanto esfuerzo en continuar con la empresa, que al final se reducía a poco más que fabricar burdas copias mecánicas de seres humanos reales.
            Pero no te engañes: no era ése, llegado este punto, el único objetivo del proyecto. Lo cierto es que el estudio del libro que explicaba con números cómo funciona el “muñeco humano” permitía a la vez entender cada vez mejor cómo funciona la cabeza, la “mente”, del verdadero –digamos– “humano humano”. Y ellos fueron capaces de aplicar esos conocimientos al dominio de lo que ocurre dentro de sus cabezas reales; dicho con las palabras de ellos: desarrollaron una poderosa ciencia de la salud de la mente.
            Y esta ciencia era tanto más poderosa cuanto mayor era el parecido de los “muñecos humanos” con los seres humanos de verdad. Por eso se afanaban en refinar y refinar las técnicas artesanas necesarias para su construcción: construir estos muñecos era una manera de ensayar lo que se había inicialmente propuesto, a nivel teórico, en cada nueva ampliación o enmienda realizada en el libro.
            Hasta que se alcanzó un nivel, en años recientes, en que el comportamiento del “humano a cuerda” resultaba absolutamente indistinguible del comportamiento de un “humano humano” real. En ese momento se dio por agotada la capacidad de avance teórico de las ciencias humanas, y los esfuerzos se empezaron a poner en el estudio exhaustivo de la última versión del libro, considerada ya definitiva, y en mejorar sus aplicaciones prácticas en cuanto a métodos de “salud mental”.
            Tengo que decirte, querido Ricardo, que a la vez que yo me interesaba en la historia de sus logros en sus ciencias humanas, Vii quería saber más y más cosas de nuestras ciencias naturales. Y la creciente admiración mutua por la cultura del otro llevaba pareja una creciente autocrítica de la cultura propia, un aprender a detectar mejor carencias o vicios que antes no se veían. Por último, de todo ello iba cristalizando una idea nítida para ambos, un verdadero propósito conjunto: hacer de este viaje mío a la capital el inicio, la semilla, de un puente intercultural que conduzca a nuestras dos civilizaciones a un conocimiento mutuo genuino, pacífico y amistoso, cuyo objetivo sea el enriquecimiento en ambas direcciones, para que nuestros respectivos pueblos sigan, cada uno por su propio camino, avanzando siempre a mejor, y alcancen algún día ambos a la vez una forma social superadora de todas las contradicciones y carencias que en la actualidad hay, indudablemente, tanto en un pueblo como en el otro.
            Pero todo esto no son más que bonitas intenciones: en este punto sí te permitiré que me llames loco –o, mejor, soñador: sabes bien, amigo mío, que siempre lo he sido–.
            De todo este objetivo, misión autoimpuesta y compartida con Vii, ya te iré dando noticia en mis próximas cartas, cuando así parezca oportuno.
            Déjame despedirme, sin embargo, con el final del relato sobre la historia de las “ciencias humanas” de este país. Pues su último capítulo me ha impresionado tanto, que todavía no lo he sabido encajar, y me imagino que me llevará aún varios días digerirlo del todo.
            El caso es que ayer, en una de nuestras charlas vespertinas –en el idioma de ella, que yo hablo mucho mejor que ella el mío–, le formulé una pregunta sobre algo que me había tenido inquieto al hilo de la historia del muñeco y el libro. Se trataba del tema de la libertad, le dije: ¿cómo era posible simular lo que en nuestra lengua llamamos “libertad” con aquel muñeco a cuerda, por más cálculos y cálculos que se hubieran empleado en el dichoso libro que explica su construcción y comportamiento?
            Vii sonrió enigmáticamente cuando le hice esta pregunta, y me dijo que la forma en que se había abordado el asunto era sorprendentemente sencilla y eficaz. En el centro de toda la maquinaria del muñeco, existía una cámara pequeñísima en la que había un dado diminuto, el cual era lanzado automáticamente a intervalos de tiempo fijos mientras duraba la “cuerda”, y el funcionamiento del muñeco quedaba determinado por el número que cada vez salía en el dado.
            Al oír esta explicación, yo me quedé a medio camino entre decepcionado y escandalizado. ¿A eso se reducía, al final, todo su profundísimo conocimiento sobre la “mente” humana? ¿Nuestra libertad individual quedaba puerilmente falsificada con el lanzamiento de un dado?
            Ella volvió a sonreír, un tanto divertida, y dijo que entendía mi indignación. De hecho, me explicó que entre ellos también se había debatido y debatido largamente esta cuestión del dado y la libertad.
            La opinión mayoritaria fue durante muchos años que todo el esquema numérico-conceptual en el libro, que se reducía a un montón de mecanismos de madera y metal conectados al dado, lograba simular, efectivamente, el comportamiento humano a la perfección –o sea, de manera indistinguible–, pero de eso no cabía necesariamente deducir que el comportamiento real de la mente (o sea: de los sesos, de esa pasta gris que hay dentro de nuestras cabezas) fuera una copia idéntica en versión “carne y sangre”, por así decirlo, de aquellos muñecos mecánicos. Dicho de otro modo: que la “máquina humana real”, hecha de sangre y de carne, que hay en nuestras cabezas, externamente puede aparentar comportarse como la “máquina humana artificial” que ellos habían construido, pero que sus respectivas estructuras internas probablemente no tuvieran nada que ver.
            Oír esto me calmó levemente, pero, tras hacer una pausa, Vii continuó.
            «La historia, sin embargo, no acaba ahí», afirmó. «¿Ah, no?», pregunté yo, incrédulo. «No. A decir verdad», continuó, «al final logramos desarrollar unos métodos especiales para poder ver con detalle qué ocurre en el interior de la cabeza de un ser humano vivo, sin que éste sufra ningún daño». «Vaya…», le dije, «¿y qué descubristeis?». «Bueno, pues lo que vimos es que dentro de nuestras cabezas hay exactamente el mismo tipo de mecanismos, hasta el más pequeño detalle, que los que hay en nuestros muñecos. La única diferencia es que nosotros los construíamos con madera y metal, y los que llevamos dentro están hechos de carne y hueso. Es decir», prosiguió, «que toda nuestra ciencia humana era esencialmente correcta. Antes de que me lo preguntes, el papel de “dar cuerda” lo desempeña el corazón, evidentemente». Pero no era eso de la cuerda lo que me preocupaba a mí. «El dado», le dije, «lo que no entiendo es lo del dado: ¿Qué visteis en su lugar, en el centro de las cabezas humanas reales?». «Oh, nada». «¿Nada? ¿Cómo que “nada”? ¿El hueco central estaba simplemente vacío?». «No, ni mucho menos», repuso ella, poniéndose de pronto muy seria. «Lo que quiero decir es que no vimos nada esencialmente distinto a nuestro muñeco. Es decir: en el centro había, naturalmente, un dado, que era lanzado cada cierto tiempo, como en el muñeco. La única diferencia es que el dado del muñeco es de madera, y el “real” era de hueso. Pero nada más».

            Todavía no he podido asimilar, querido Ricardo, esa respuesta.
            Quizá por eso hoy le he pedido a Vii un día de descanso en nuestras charlas-lección, y me he pasado todo el tiempo, casi desde el alba, escribiéndote.
            En fin. Cae la tarde. Voy a poner punto final, por ahora.

            Tuyo,

                                    Marcos.



Pepe Ródenas, 11 de septiembre de 2018