viernes, 1 de julio de 2016

Reflexión inicial.

Inauguramos este blog con una reflexión que resume, a día de hoy, todo aquello en lo que Vicente y yo estamos de acuerdo. Acuerdo al que hemos llegado desde nuestras diferentes posturas y reflexiones personales.

A falta de algo mejor, y tras meses de ensayar, emborronar y desechar textos más formales, la reflexión toma la forma de una carta que escribí y difundí el pasado diciembre de 2015.

Os presentamos tal carta a continuación. (Si quisierais descargarla en pdf, podéis hacerlo a partir de hacer CLIC AQUÍ)




REFLEXIÓN:     «¿Qué nos está pasando?»

Buenas noches a todos.

            Os escribo, cuatro años después de mi última carta navideña, para desearos un feliz año nuevo, pero también para intentar responder a una pregunta que la mayoría de vosotros habéis hecho en mi presencia más de una vez, y que nunca me ha dejado indiferente.

            Una pregunta que precisamente ahora cobra un protagonismo notable, dadas las circunstancias y los hechos recientes. Y a la que intentaré responder usando un lenguaje que cualquiera entenderá, y unas razones para las que las convicciones de cada cual no representarán de ninguna manera un escollo. Algo similar a lo de hace cuatro años, sólo que el tema de entonces no era el mismo que ahora.

            Para conectar, pues, con todos vosotros sin excepción, se me ha ocurrido empezar relatando algunas de las situaciones en que aparece la preguntita de marras.

            Por ejemplo: imaginemos un valenciano que vive en Cataluña (léase: yo mismo) y al que, tras una conversación sobre el lugar en que nació, le toca escuchar: «¿Pero qué os pasa a los valencianos?».

            Visceral y lapidario, ¿no es cierto? Y lo inquietante es que se me requiere o se me exige, tácitamente, una respuesta…

            Pero es más. Cuando el valenciano se junta con sus paisanos, a menudo le preguntan por su experiencia catalana (muy bien, gracias) y, tras una más larga o corta conversación, se desemboca de nuevo en la correspondiente: «¿Pero qué les pasa a los catalanes?»

            Bueno. El valenciano se va, pongamos, al otro lado del charco. Y allí, concretamente en la República del Ecuador, participa en una conversación sobre la antigua colonia, y sobre la actitud actual de la que en su día fue la metrópoli, que indistintamente fluirá hacia la cansina cantinela de: «¿Pero qué les pasa a los españoles?».

            Y así los ecuatorianos que encuentro en  España hacen la misma pregunta sobre el Ecuador, o a veces son los colombianos quienes se preguntan sobre Alemania, o los alemanes sobre los griegos, y un largo etcétera.

            Así que no queda escapatoria: hay que contestar la pregunta, y la pregunta es, obviando ya gentilicios, qué nos pasa. A todos. A mí también, claro, pero, sobre todo, a todos nosotros: como grupo, como colectivo. Como sociedad.

            Y, al contrario que frente a otras preguntas de importancia comparable, frente a ésta sí tengo una respuesta, muy clara y muy rotunda.

            Para explicaros cuál es mi respuesta, en vez de teorizar, voy a usar tres ejemplos muy concretos. El primer ejemplo son las circunstancias mencionadas al principio de esta carta, que en parte motivan toda mi reflexión. Me refiero a los resultados de las elecciones generales españolas del pasado domingo veinte de diciembre. He creído percibir mucha indignación, mucho enfado, así como mucha decepción y desilusión al respecto.

            Y sé que es muy fácil jugar a ser profeta a posteriori ―pues vistos los cojones se sabe que es toro―, pero permitidme que os diga que a mí no me ha sorprendido en absoluto este resultado electoral. ¿Qué esperabais? Verdaderamente, ¿qué esperabais?

            Nos gusta mucho leer los diarios, discutir durante el café o las comidas con amigos y compañeros de trabajo, de vez en cuando leer el programa de algún partido, pero poco más. Una vez formada nuestra inequívoca opinión, depositamos el veredicto en forma de papeleta ―algunos, ni eso―, y ya estamos listos para ser inflexibles condenando errores; para exigir, legitimados por la verdad y razón, responsabilidades a quien corresponda. Que siempre son los demás, por cierto. En su extremo, nos declararemos no creyentes de la política o los políticos (“que son todos unos ladrones”, diremos), lo cual no es más que una auto-exculpación encubierta.

            Esta forma de conducirse que tenemos, como colectivo, tan interiorizada, es la verdadera causa del regusto amargo que nos queda después de unas elecciones como las del pasado veinte de diciembre, independientemente de la fuerza política a la que hayamos querido dar nuestro apoyo. Eso es, vaya, “lo que nos pasa”, para ir respondiendo a la preguntita famosa.

            Pero vayamos algo más allá. Tratemos de hacerlo pasando al segundo ejemplo concreto, que esta vez se refiere a mis alumnos del instituto. Algo que he constatado una y otra vez, y que imagino que no extrañará a los que cuenten con alguna experiencia docente, es que los adolescentes tienden a no asumir nunca responsabilidades por las cosas que no marchan bien. La culpa, a priori, siempre es de los demás. Lo cual es manifiestamente falso, por pura probabilidad. Pero tal actitud los coloca en una peligrosa inmovilidad: ya que la  responsabilidad no es mía, sino de otros, no tengo por qué hacer nada, más allá de quejarme e indignarme.

            ¿Qué sucede en la práctica? Que los adultos que tienen a cargo a estos adolescentes (padres, profesores, educadores…) se esfuerzan con denuedo en ayudarlos a evitar que malogren su proceso de aprendizaje, para que puedan entrar con buen pie en la vida de adulto. A veces con más éxito, a veces con menos, pero así más o menos vamos tirando.

            Pero hay una diferencia fundamental entre ellos y nosotros: no está mal que los adolescentes se conduzcan así ―aunque ello nos cause no pocos quebraderos de cabeza―, por el diáfano motivo de que los adolescentes son adolescentes.

            Nosotros, en cambio, somos ya adultos. Coincidiréis conmigo en que no parecen apropiadas para un adulto conductas como echarle las culpas de todo a los demás, o no asumir nunca responsabilidades sobre lo que uno hace y lo que a uno le ocurre.

            ¿Será apropiado, por tanto, que un colectivo formado por adultos caiga en no asumir implicaciones en la administración de la cosa pública, en delegar completamente tales funciones a una minúscula camarilla, elegida cada cuatro años, para luego indignarse y exigir responsabilidades por todo aquello que a uno le parece que no marcha bien?

            La respuesta es clara y meridiana: no, no es apropiado. No es apropiado que los adultos no se comporten como adultos. Igual que no es apropiado que un ser humano se comporte como una lombriz, y no porque esté mal ser lombriz, sino porque un ser humano no es una lombriz.

            ¿Qué consecuencias tendrá que los adultos nos conduzcamos de forma no apropiada a nuestra naturaleza de adultos? Que mientras sigamos obrando así, delegando en esa minúscula camarilla y eludiendo nuestra alícuota responsabilidad de participar, de forma cotidiana y consciente, en política, seguirá asaltándonos ese amargo regusto. Un regusto que oculta la desesperante certeza de que nada tiene solución.

            Pero lo que digo es muy desagradable de escuchar.  En los últimos dos párrafos, mi escrito ha cambiado, y ha pasado de amigable reflexión a inequívoca acusación, a cruda admonición, a poco menos que amenaza.

            Pues sí, es que de eso se trataba. Ése es el significado de la responsabilidad colectiva inherente, nos guste o no, a una sociedad justa de personas libres. Y como nosotros estamos eludiendo esa responsabilidad colectiva, en consecuencia no somos ni podemos ser tal “sociedad justa de personas libres”. Y la culpa no es de Mariano Rajoy ni de Pablo Iglesias (Turrión), sino de todos nosotros. Como grupo, como macroorganismo, como sistema, y por ende como individuos.

            Por suerte, para que la lectura de esta carta de final (y principio) de año no resulte tan dura, pienso que hay un modo de tomarse lo que digo que permite encontrar algo de optimismo en todo ello.

            Para encontrar ese optimismo, voy a utilizar el último ejemplo, que se refiere a algo que pasó en la República Española de los años treinta. En aquella época, por primera vez y tras encendidos debates parlamentarios, por fin se le dio el voto a la mujer. En siglos precedentes, la sola idea de esto habría sido vista como una aberración. Hoy en día, en cambio, ¿a quién se le ocurriría poner en tela de juicio, seriamente, que las mujeres tengan derecho a votar? Pero no sólo eso: es que ahora ya no hay marcha atrás. Nunca más cabrá cuestionar el derecho al voto de la mujer, pues ello se ha convertido en un referente ético universal.

            Por lo tanto, se ha producido una transición, un cambio de paradigma: lo que antes era aberración, ahora ―y para siempre― es axioma, norma de funcionamiento inamovible, condición sine qua non. Pero ello no ha sido gratis, pues asumir que lo normal es que tu suegra, la mujer de tu vecino o la verdulera tengan tantos derechos políticos como tú ha supuesto más de un disgusto. Reenfocar nuestra forma de ver el mundo, incorporando el voto de la mujer como algo natural, era, pues, necesario y posible, pero también muy incómodo de digerir al principio.

            Reenfocar nuestra cosmovisión e incorporar, esta vez, que cualquier ser humano social ha de ser también un ser humano político ―pues de eso se trata― de nuevo nos resultará incómodo y de difícil digestión. Esto es algo inevitable. Pero, igual que con lo de la mujer, se trata también de un cambio necesario y posible. Y, una vez nos hayamos acostumbrado, el sentimiento será el de haber dado un gran paso. Pues de lo contrario seguiremos siendo adultos que no se comportan como adultos, y seguiremos con el regusto de que nada tiene solución.

            Además, también de igual modo a lo sucedido con la interiorización universal del voto de la mujer, a los que son niños hoy ya no les habrá de causar ninguna incomodidad, mañana,  entender y aceptar que el ser social genuino es necesariamente político. Claro está, siempre que en su proceso educativo (desde familias, escuelas e instituciones) se les hayan brindado las herramientas necesarias para ello. A lo cual deberán seguir, por supuesto, unas condiciones laborales que no yugulen el derecho a disponer del tiempo, información y conductos necesarios para la participación responsable y cotidiana.

            Porque eso es, en definitiva, “lo que nos pasa”: que somos seres sociales que no queremos participar en la organización de nuestra sociedad, pero luego nos quejamos. Algo tan sencillo como eso. Como sencilla es también la medicina para tal enfermedad: basta con romper el mito de que no es práctica la participación del colectivo en las decisiones que afectan al colectivo (¿pero de verdad hacían falta grandes razonamientos para comprender esto?); el mito ―que encubre el adormecimiento inmovilista de muchos, y la conveniencia económica de no tantos― de que es más adecuado que sólo manden unos pocos, elegidos de tarde en tarde, y de que las asambleas no han funcionado nunca, ni nunca funcionarán.

            Pues las asambleas funcionarán cuando hayamos dado una educación asamblearia a nuestros hijos. Funcionarán cuando nos despojemos de nuestra comodidad, sedante y exculpatoria, de delegar cada cuatro años toda responsabilidad política en trescientos cincuenta diputados. Y éste es un cambio que nos conviene a todos, con la excepción de los pocos que se encuentran hoy apoltronados en los círculos del poder, y que se encargan de cuidar que la simiente de la comodidad siga germinando en nosotros.

            Por lo tanto, mis deseos para el dos mil dieciséis sólo pueden consistir en que este cambio necesario, indigesto y posible, comience a hacerse efectivo. Lo que deseo para nosotros es que pongamos el pie en un camino que hasta ahora no hemos pisado, y que conduce a ver con naturalidad que todo ser humano social genuino es un ser humano político. Y que elevemos esta visión al rango de axioma universal, de referente ético al margen de toda duda. Del mismo modo que hoy todos aceptamos sin titubeos que las mujeres tienen derecho a votar. Y, para emprender este nuevo camino, os pido que venzáis de una vez la narcótica inercia que nos domina. Que comprendáis y asumáis que el cambio es de verdad necesario. Que, para hacerlo posible, exijáis y propiciéis otro tipo de educación para vuestros hijos. Una educación que cambie la simiente de la comodidad por la de la participación, continuada y responsable. Una educación que de verdad prepare para ser libre. Una educación asamblearia, en suma. Y así, quizá deje de pasarnos eso que nos pasa, marianos y pablos aparte.

            Con cariño,

Pepe Ródenas