Aquí lo tenéis:
El alma.
Querido Ricardo:
Espero que tú y tu familia os
encontréis bien. Te escribo, tras pasar cinco semanas en la población
fronteriza que te mencioné en mi última carta, para decirte que ya estoy de
nuevo en camino.
Hoy hace diez días que reanudé mi
viaje, y tengo la intención, esta vez, de no detenerme hasta alcanzar la
capital. La mítica capital de la Lejana Potencia, de la cual solamente
conocemos, a lo sumo, relatos de relatos, y que al fin voy a poder ver con mis
ojos, si nuestros dioses así lo quieren.
Recordarás que en mi anterior carta
te decía que, visto el interés despertado por las mercancías que transporto,
había decidido detenerme en aquella pequeña ciudad para proveerme de moneda
regional, a la vez que aprovechaba para estudiar a conciencia la lengua de aquí.
No exagero si afirmo que lo que iban
a ser unas tranquilas semanas de estudio al final se han convertido en toda una
revolución interior. Me resultará un poco difícil hacerte entender cabalmente
por qué, pero quisiera intentarlo. Allá voy.
Se trata, por hablar desde el
principio con claridad, de mi percepción sobre el valor de la cultura de ellos,
de esta Lejana Potencia, que cada vez se me aparece menos como ese pueblo de
bárbaros temibles e incivilizados del que tanto hablan nuestros relatos.
Sé que te escandalizarán mis
palabras –no las dichas hasta aquí, sino lo que a partir de ahora diré–, o temo
que puedas, quizá, sospechar que emprendí este viaje, en el fondo, como una
especie de renegado, como alguien que ha dejado de amar su propia cultura, la
de nuestra propia Potencia –una cultura con tan larga tradición, y que a tantos
pueblos ha logrado imponer su superioridad y hacer salir de las tinieblas de la
barbarie–.
Pero sería un error que así lo
creyeras. No soy ningún renegado, ni rechazo la tierra que me vio nacer y
crecer. Estoy, sencillamente, aprendiendo a mirar el mundo con los ojos de
estas gentes, como si estuviera desarrollando, por así decirlo, la capacidad de
ser otro sin dejar de ser yo. Lo cual no es otra cosa que un verdadero
crecimiento personal, creo yo. Un “hacerse más sabio”. Y conste que lo digo sin
presunción.
Te pondré un ejemplo para que
entiendas mejor lo que te quiero decir.
Se trata de las mujeres de estas
tierras. Recordarás, de mi misiva anterior, cómo te explicaba, desde una
especie de paternalismo condescendiente, que los hombres de este lugar eran tan
poco capaces que vivían en vergonzante plano de igualdad con sus mujeres, sin
que pudiera apenas percibirse ninguna diferencia, digamos “operativa”, entre
ellos y ellas, al menos en lo tocante a sus actividades cotidianas, tanto
personales como sociales (a excepción, claro está, de la natural fuerza física
masculina, y de los aspectos fisiológicos femeninos relativos a la maternidad).
Yo infería de todo ello,
precisamente, una manifestación de la supuesta inferioridad cultural de estos
hombres con respecto a los nuestros: no son capaces de ver que un hombre sano
es siempre por naturaleza superior a una mujer, tanto en lo intelectivo como en
lo físico. Y si no son capaces de ver esto, es que el desarrollo de estos
hombres en el proceso que los lleva de la infancia a la adultez ha sido de
algún modo defectuoso. Aquella era mi conclusión, como recordarás, tal cual lo
escribía yo entonces. Imaginaba que los hijos de estos “bárbaros” recibían una
educación tan miserable, tan rastrera, que acababa por envilecerlos del todo, degradando
sus capacidades innatas hasta hacerlas comparables a las de una mujer, es
decir: a las de un ser inferior.
Así pensaba yo… pero de esto hace
varias semanas.
El hecho de estudiar la lengua de
este pueblo, sin embargo, me ha permitido ver otros elementos de su cultura que
antes se me escapaban, y en los cuales –permíteme que te lo diga sin andarme
por las ramas– ellos se muestran incomparablemente superiores a nosotros.
Hablo, en concreto, de sus métodos de numeración y cálculo. Son aquí capaces,
amigo Ricardo, de describir con precisión el movimiento de los proyectiles
balísticos por medio de unos razonamientos numéricos absolutamente soberbios,
bien que para mí imposibles de seguir en profundidad. El grado de exactitud que
alcanza su descripción de las trayectorias es tal, querido amigo, que si por
ejemplo lanzásemos, digamos, un proyectil desde el suelo con una inclinación e impulso
inicial conocidos, ellos sabrían decirnos con precisión asombrosa a qué
distancia se encuentra el punto de impacto con el suelo cuando el proyectil
vuelve a caer. Parece cosa de magia ¿verdad?
Pero eso no es todo: he visto hacer
con soltura a jóvenes de dieciséis años este tipo de cálculos, ¡mujeres
incluidas!
Sé que ahora mismo estarás pensando:
«¿Y para qué sirven todos esos malabarismos numéricos? ¿Qué valor pueden tener,
más allá de una especie de entretenimiento circense sin ninguna importancia? Y,
sobre todo, ¿qué demuestra el hecho de que sus mujeres y adolescentes consigan
dominar tales métodos de cálculo? Quizá –dirás– lo único que con ello se pone
de manifiesto es que no son métodos tan difíciles de aprender, que no son más
que un simple jueguecito. Y, en todo caso –concluirás–, nada de esto evita que
sean una cultura inferior, una sociedad atrasada, de bárbaros bestiales, tal y como
los pintan las historias de nuestra tradición».
Entiendo, amigo mío, que pienses
todo eso. Mas déjame intentar persuadirte de lo contrario. Pues yo también he
estado largos días confundido al respecto, y poco a poco he podido ir viendo
las cosas de otra manera. Y en cuanto a nuestros relatos tradicionales sobre
ellos… son pura leyenda, créeme, una sarta de falsedades. A medida que pasaba
más tiempo en aquella ciudad, el velo me iba cayendo de los ojos, y cada vez
era más crítico con mi visión inicial. Lo que ya me ha hecho decantarme sin ningún
atisbo de duda, la gota que colma, por así decirlo, han sido mis conversaciones
con el señor Vii.
Pero aún no conoces al señor Vii.
Bueno, vayamos por partes. Enseguida
llegamos a eso. Permíteme primero, no obstante, que acabe de exponerte a
grandes rasgos cómo se ha modificado paulatinamente mi percepción sobre esta
cultura, y a la vez sobre la nuestra, durante mi estancia en las tierras
fronterizas.
Sé bien que en mi anterior carta te
expliqué, como algo ilustrativo del atraso de estas gentes, su desastrosa
relación con el mundo natural. En concreto, de qué manera maltratan a sus
animales, y cómo son incapaces de evitar la mayoría de enfermedades, o de sanar
cuando las contraen, porque viven en un estado de permanente oposición, poco
menos que en guerra, con todas las especies vivas de la Gran Madre. Nunca han
aprendido, ni tan siquiera parece que lo han intentado, las artes de
armonizarse y comunicarse con todo su entorno vegetal y animal, y así es
imposible escapar a las amenazas naturales que se ciernen sobre el cuerpo, como
nosotros sabemos bien.
Todo esto es cierto. Mi visión sobre
ello no ha cambiado ni un ápice. En todo lo relativo a nuestros saberes sobre
el mundo natural, y en cómo debe ser nuestra relación con el resto de especies,
en estas tierras no hallaremos rival. Da verdadera aprensión ver sus cuerpos
fofos y llagados, el estado en el que alcanzan la senectud, y los terribles
padecimientos con los que muchos de ellos se marchan de este mundo antes de
tiempo. Tendríamos mucho que enseñar a este pueblo en lo relativo a estas
cosas, no me cabe la menor duda.
Así pues, ¿en qué quedamos? ¿Somos
mejores nosotros, pese a todo? Esa misma pregunta carcomía mi ánimo al
principio, ya que iba observando, como te he explicado, que nos habían superado
en algunas cosas, y siempre quería sacar una especie de “balance global” para
poder decirme, al final del día, que en lo “verdaderamente importante” nosotros
éramos superiores. Pero como quiera que en el fondo cada vez me parecía más
estúpido seguir negando lo muy superiores que eran ellos en cosas de
indiscutible valor, me acabé por contentar aceptando que, sencillamente, ellos
eran buenos en unas cosas y nosotros en otras, y en suma podría decirse que la
partida quedaba en tablas.
Pero no. Ni siquiera ésta es una
visión correcta de las cosas. No son “salvajes”, ni mejores que nosotros, o
nosotros mejores que ellos, ni tampoco estamos en una especie de “empate”.
El problema de toda esta especie de
competición de ellos contra nosotros no radica en el “ellos” ni en el
“nosotros”, sino en el “contra”, por así decirlo. Lo acabé viendo claro en mis
conversaciones con Vii.
Ay… pero veo que me estoy explicando
bastante mal, querido amigo, y si has tenido la paciencia de llegar hasta este
punto debes de estar cada vez más cansado de lo que quizá se te antoje un ir de
acá para allá y no aclarar nada. Supongo que en parte tienes razón. Pero
albergo la esperanza de arrojar luz sobre este embrollo en las páginas
restantes, por lo que te ruego, viejo amigo, que tengas todavía un poco más de
paciencia y continúes leyendo, pues pronto todo se aclarará.
Veamos. Quizá la mejor manera de
hacer esto más comprensible sea no empezar la casa por el tejado, y seguir un
hilo un poco más cronológico. Intentémoslo así.
Sigo.
A la vez, pues, que estudiaba la
lengua de aquí, también comerciaba, como te he dicho, para proveerme de la
moneda en curso, que suponía me iba a ser necesaria cuando retomara el camino
hacia la capital. Esto me hizo entrar en contacto con sus métodos de cálculo y
numeración, y tratar, sin mucho éxito, de aprenderlos. Así fui introduciéndome
en el mundillo de los calculistas de la ciudad, y pude presenciar proezas
numéricas de naturaleza diversa, como aquello del proyectil. Lo cierto es que
no acabaría si tratara de enumerar todas las aplicaciones que estos calculistas
dan a algo tan inocente y aparentemente limitado como los números y el contar.
Por no extenderme, te diré que sus mejores artesanos construyen unos objetos
curiosísimos, a los que llaman “máquinas”, cuya apariencia exterior puede ser
sumamente variada: desde sencillos cuerpos geométricos hasta la forma de una
especie de animales fantásticos. Lo que todas estas máquinas tienen en común,
sin embargo, es que su interior esconde una suerte de tripas de hierro y
madera, constituidas por minúsculas piececillas, de caprichosa hechura, que se
conectan y entrelazan hasta formar una trama capaz de cobrar movimiento, en un
momento dado, en virtud de un procedimiento que todavía no he logrado entender.
(Ellos le llaman “dar cuerda”, pero aún no he obtenido de ellos más que una
amplia sonrisa cuando trato de averiguar qué misterio se oculta tras esa
dichosa “cuerda”).
Estas máquinas permiten cosas como
medir el paso del tiempo (como nuestros mejores relojes de arena), elevar agua,
disparar proyectiles con gran precisión, y otra serie de utilidades. Pero lo
más asombroso es que el movimiento y funcionamiento de estas máquinas (y de sus
entrañas de hierro y madera) queda consignado con total exactitud en unos
libros repletos de símbolos numéricos y calculísticos, de modo que los
artesanos de esta tierra afirman que no les basta con el simple conocimiento de
su oficio para la construcción de las máquinas, sino que a lo largo de todo el
proceso de fabricación necesitan consultar continuamente estos libros, e
incluso a menudo deben completar por sí mismos, en un papel aparte, algunos de
los cálculos que no están lo suficientemente detallados.
En apariencia, todas estas máquinas
ofrecen a la población comodidades menores, que quizá no supongan grandes
ventajas si se comparan con las que a nosotros nos proporciona nuestro
conocimiento del mundo natural y de vivir en armonía con él. O al menos así
razonaba yo las primeras semanas, a juzgar por los cuerpos insanos y
atormentados que veía a mi alrededor. De poco les sirven, me decía, todas sus
maquinitas con panzas de hierro y madera para contrarrestar el sufrimiento
causado por la mala salud de sus cuerpos. Pero, cuidado… en realidad hay una
importante excepción a esto. Hay una parte de sus cuerpos que ellos saben
cuidar mejor que nosotros. Me refiero a la cabeza, o, más bien, a lo que hay en
su interior. A esta parte ellos la denominan “mente”, y se corresponde de un modo
impreciso con lo que nosotros llamamos “sesos”, no sabría bien explicarte la
diferencia... digamos, para no enredarnos, que son términos esencialmente
equivalentes.
Sin embargo, sí hay otra palabra
para la que me ha resultado imposible hallar un equivalente en la lengua de
aquí. No hay traducción posible aquí para lo que nosotros llamamos “depresión”.
Los habitantes de este lugar, con
sus cuerpos enfermizos y decaídos, no saben lo que es la depresión,
sencillamente, porque nunca la han padecido. Para hacerme entender tuve que
hablar figuradamente en su lengua, cosa nada fácil para un extranjero como yo,
y usar expresiones como “tener mal los sesos” (“la mente”, que dicen ellos),
“enfermar de lo que hay dentro de la cabeza”, y cosas por el estilo. Ellos me
hablaban de unos cuidados, de unas prácticas que siguen para evitar este mal
que tantos estragos causa en nuestro país (donde es un clásico, como sabemos,
el elevado número de jóvenes que se suicidan a causa de un desengaño amoroso,
tema sobre el que han cantado infinidad de bardos y poetas). Según me contaban,
en esta cultura hay una especie de “gimnasia de los sesos”, por así decirlo,
que permite fortalecer la tal “mente” para hacer frente a las debilidades de
tipo depresivo. Yo me imaginaba algo similar al efecto que tiene nuestra
gimnasia y buena alimentación para vigorizar el cuerpo y hacerlo más
resistente… pero aplicándolo a los sesos; algo notabilísimo, vamos. Fue todo
esto lo que me acabó llevando a trabar conocimiento con el señor Vii, que es mi
actual compañero de viaje y futuro anfitrión, si todo va bien.
Como fuera que los lugareños veían
mi interés, por un lado, en su ciencia numérica y aplicación a construir
máquinas, y, por otro, en cómo lograban curar la “mente”, como nosotros solemos
curar el resto del cuerpo, y evitar la depresión (como nosotros sabemos evitar
el resto de enfermedades), finalmente se me condujo a la presencia de algunos
de los habitantes de aquella ciudad que más profundos conocimientos tenían
sobre estos temas, los cuales, pese a todo, me indicaron que tales
conocimientos no les bastaban para ilustrarme como mi interés merecía, y me
recomendaron esperar al señor Vii, para formularle a él mis preguntas.
Este señor Vii, según me explicaron,
era un reputado sabio de la capital, que había emprendido un viaje de estudios
lingüísticos por todos los territorios fronterizos, y en breve se esperaba su
llegada a la población.
Tuve la suerte de no tener que
esperar mucho.
El señor Vii, cuyo nombre completo
es Laay Vii Cuu, llegó en menos de una semana, y enseguida tuve la oportunidad
de ponerme en contacto con él.
Fui presentado como un comerciante
extranjero interesado en la lengua y las “ciencias humanas” de aquí. Así es
como podría traducirse la denominación que ellos dan, según he notado, al
conjunto de todas las ramas del conocimiento desarrolladas en su cultura, de
forma equivalente a como nosotros solemos usar la expresión “ciencias
naturales” para referirnos al conjunto de nuestros saberes.
Tras los primeros intercambios de
impresiones, más formales que otra cosa, el señor Vii y yo establecimos
rápidamente una gran complicidad, basada en una especie de identificación
mutua. En realidad, su pretendido viaje para estudiar las lenguas de los
pueblos “satélites” o fronterizos encubría un interés por acercarse al máximo a
las tierras que entran ya bajo nuestro dominio, y ello al objeto de conocer
nuestra cultura. Pero debido a su cargo y obligaciones en la intrincada
estructura social de la capital, no podía declarar abiertamente este objetivo
como motivo oficial del viaje. Y por ello mismo se había visto constreñido a planificarlo
siguiendo una ruta prefijada, a lo largo de la cual no había tenido ocasión de
adentrarse en nuestro territorio propiamente dicho, sino que más bien se había
tenido que contentar con recopilar tradiciones o experiencias de terceros que
recogían indirectamente hipotéticos testimonios sobre nuestro pueblo, bien que
en su fuero interno nunca renunció a la esperanza de llegar a encontrar, en
alguna de las poblaciones fronterizas, a algún viajero oriundo de nuestro
territorio que pudiera hablarle de nosotros en primera persona.
Lo cual no sucedió hasta que dio
conmigo, y tuvo como consecuencia que, tras conocer nuestro interés mutuo por
la cultura del otro, se ofreciera a acompañarme en el viaje a la capital, así
como a darme allí albergue todo el tiempo que fuera necesario, y he aquí el
motivo por el cual hace días que nos hemos puesto en camino.
A cambio, lo único que Vii me pidió
fue que le enseñara nuestra lengua, que le instruyera en generalidades básicas
de nuestras “ciencias naturales”, y le hablara de todo aquello que mereciera
ser reseñado, a mi juicio, en un primer acercamiento a nuestra cultura.
Y así, desde que hemos emprendido
juntos la marcha, todas las mañanas dedicamos dos horas al estudio de nuestra
lengua, tarea a la que él se aplica con tanta diligencia, debo decir, como yo
lo he hecho con la lengua de ellos, por lo que los progresos realizados son más
que satisfactorios hasta el momento.
El resto del tiempo, nos comunicamos
en su lengua –y gracias a su ayuda estoy logrando perfeccionarla, por cierto, a
pasos de gigante–, enriqueciéndonos mutuamente en largas charlas sobre los más
variados aspectos de ambas culturas.
Y sobre ese enriquecimiento mutuo,
querido Ricardo, es que quería hablar en la última parte de esta carta. Pues lo
cierto es que gracias a él veo clara por fin la misión de mi viaje, el cual,
como sabes, empezó de un modo extraño,
un poco como la búsqueda de algo que no se sabe qué es.
Ambos, el señor Vii y yo, hemos
necesitado mucha apertura para conseguir entendernos, para aprender del otro
algo más allá de una lengua. Pero nos ha facilitado las cosas, paradójicamente,
un sentimiento compartido, que afloraba a medida que nos conocíamos mejor. (Si
he de ser sincero, como entenderás enseguida, yo ya empezaba a albergar ese
sentimiento las semanas antes de haberlo conocido, y asimismo tengo razones
para intuir que tampoco en él era algo totalmente nuevo).
Me refiero a la percepción de que
todas las leyendas, mitos, supuestos relatos antiguos o tradiciones orales que
hablaran de la lejana cultura del otro no eran más que patrañas. Historias nada
rigurosas, más bien interesadas o distorsionadas deliberadamente, que se habían
ido pervirtiendo y mezclando de manera contradictoria con el pasar de los
siglos, hasta que al final no era posible encontrar en ellas ningún sedimento
útil, si lo que se está buscando es conocimiento objetivo. (Si lo que se busca,
en cambio, es sembrar la simiente del odio, que será sazonado con el recuerdo
de inciertas guerras de antaño, y con un vano sentimiento de superioridad…
entonces esos relatos cumplen su función a las mil maravillas).
En fin, la sorpresa de ambos fue
grande al comprobar, primeramente, que no teníamos ninguna noción fidedigna de
la cultura del otro gracias a aquellas historias de la tradición, pero sobre
todo al ir después, poco a poco, intuyendo que no era cierto tampoco el
prejuicio de superioridad.
Si hay que ser francos, él sí había
podido tener acceso en su viaje a informaciones más veraces, aunque siempre
indirectas, sobre las virtudes de nuestro modo de vida, de nuestra aparente
invulnerabilidad a las enfermedades emanada de la aplicación de nuestra
“ciencia natural”. Y, pese a ello, la interpretación que hizo de esas
informaciones, por lo demás no muy rigurosas, fue inicialmente errónea de parte
a parte: directamente se negaba a creer que nuestros cuerpos gozaran de tanta
salud, lo descartaba por “claramente imposible”, y lo que es más: aunque te
suene increíble, en la convivencia armoniosa con los demás seres vivos propia
de nuestro estilo de vida él veía… ¡un signo de nuestro “atraso”! Tuvo, progresivamente,
que irse convenciendo de que en esta cuestión los que andan errados (ya no diré
“atrasados”, no me gusta) son ellos, y empezar a hacer una autocrítica, por
ejemplo, respecto al modo en que ellos maltratan a sus animales –no darías
crédito a tus ojos si lo vieras, amigo Ricardo: es algo verdaderamente salvaje,
espeluznante–.
Ahora bien, más me ha costado a mí
entender lo que significa la igualdad social en que viven hombres y mujeres en
esta cultura. Al principio, como te dije, creí que sólo demostraba su atraso.
Que sus hombres tuvieran casi exactamente las mismas (¡y pobres!) habilidades
que sus mujeres, hasta el punto de aparentar ellas no ser por naturaleza
inferiores a ellos, se me antojaba tan aberrante que sólo podía significar una
cosa: las formas sociales de aquí pervertían hasta tal punto las capacidades
innatas del hombre que lo convertían en un ser inferior, en algo “equivalente”
a una mujer.
Pero ahora puedo ver dónde estaba el
error en esa deducción.
Al ir entendiendo que la ausencia de
ese mal que nosotros llamamos “depresión” no era cosa de magia ni de misterio,
sino fruto de la aplicación de un saber muy elaborado y evolucionado en el seno
de esta civilización, un conocimiento y control de lo que ellos llaman la
“mente”, que a su vez tiene que ver –sé que esto, de nuevo, te va a sorprender–
con sus habilidades numéricas y calculísticas… cuando fui teniendo una clara
noción de todo esto, acabé por comprender que no son una cultura inferior, ni
mucho menos (tampoco superior: no tiene mucho sentido, pienso ahora, hablar en
esos términos –no digamos ya albergar odios o resentimientos por supuestas
guerras de siglos atrás–). En consecuencia, no es su proceso educativo y social
lo que hace que sus hombres “no se desarrollen”: al contrario, este proceso sí
los lleva a desarrollarse completamente… ¡pero a sus mujeres también! Y como
quiera que el resultado de ambos “desarrollos completos” es la más notoria
igualdad, tanto de derecho como de hecho, la conclusión es ineludible: somos
nosotros, en nuestra querida y autoensalzada cultura, los que llevamos a la
mujer a no desarrollarse conforme a sus máximas posibilidades intrínsecas, y
por eso, por reprimirlas contra natura en su educación, acabamos confundiendo causa
con efecto, y así creemos que ellas son por naturaleza inferiores, cuando esto
es falso.
Bien, ya lo he dicho. Me parece que
al fin he conseguido, pese a todo, explicarte toda esa “revolución interior”
que al principio te decía que está habiendo en mí en este viaje, y el embrollo
inicial de mi relato ya se empieza a aclarar.
Pero soy consciente de que muy
probablemente no te haya convencido; imagino que lo más fácil es que, en
realidad, estés a punto de pensar que me he trastornado, que estoy perdiendo el
juicio, que acaso ya no soy el que era y que quizá demasiado tiempo pasado en
tierras extrañas me haya llevado al desequilibrio, y que además nada de lo
dicho hasta ahora justifica, en el fondo, la creencia de que ésta es realmente
una cultura “respetable”, “no inferior”.
De acuerdo: concedido. Es posible
que de lo relatado hasta aquí todavía no se pueda desprender forzosamente que
ellos no son una cultura inferior. Por eso me he dejado para el final la
explicación de algo que el señor Vii me ha contado en los últimos días, y no es
más que el relato, diríase que “histórico”, de cómo se han desarrollado sus “ciencias
humanas” para ir de una simple habilidad con los números y la construcción de
artificios mecánicos hasta todo un saber que puede prevenir y curar las
depresiones, entre muchos otros logros.
Cuando acabe mi relato estoy seguro
de que, como mínimo, empezarán a tambalearse tus prejuicios. No pido más.
Y a propósito, si has llegado a este
punto de mi escrito –y espero que sí, ya sea por nuestra vieja amistad, o
cuando menos movido por curiosidad pura y dura–, pienso que ya no tiene sentido
seguir ocultando “higiénicamente” un detalle de sustantiva importancia. A
saber: no hay, en realidad, ningún “señor Vii”. El señor Vii es en realidad la
señora Vii: es decir, una mujer. Conocer lo cual, en el fondo, no debería
suponer otra cosa que la primera grieta en el muro de tus prejuicios, si es que
todavía sigue en pie.
Y he aquí lo que ella, lo que Laay
Vii Cuu me contó cuando me interesé por la historia de sus “ciencias humanas”,
historia en la cual ella está sumamente versada. Recordarás que más arriba he
descrito cómo la gente de aquí es capaz de codificar mediante páginas y páginas
de cálculos numéricos enrevesadísimos el funcionamiento de esas máquinas,
repletas de laberínticos mecanismos de madera y metal, que construyen haciendo
gala de técnicas artesanas muy depuradas, y a las que “dan cuerda” para que
cobren movimiento y cumplan la función al objeto de la cual han sido
construidas. Según parece, hubo un momento en la historia de esta particular
forma de artesanía en el cual alguien tuvo la idea de proyectar uno de estos
libros con un objetivo bastante ambicioso.
Se trataba de lograr que la máquina que se construyera siguiendo las
instrucciones de ese libro se asemejase en su comportamiento –una vez “dada
cuerda”, se entiende– al de un ser humano. Al principio, la máquina en cuestión
era demasiado difícil de construir en la realidad, pues no estaba al alcance de
las capacidades técnicas de la época, y todo quedó en una fanfarronada numérica
en las páginas de aquel grueso volumen. Sin embargo, con el pasar de los años,
los métodos artesanos de esta civilización fueron superándose a sí mismos de
manera creciente, hasta que un día fue posible construir el primero de estos
“seres humanos a cuerda”.
Logro que se redujo, claro está, a poco
más que una diversión, un entretenimiento para pasar el rato, y así fueron
durante decenios las siguientes ediciones del “juguetito”. Pero el progreso de
la artesanía para construir nuevos y atrevidos modelos de “humanos a cuerda”
corría paralelo a los nuevos refinamientos en su parte teórica, es decir: en el
libro que contenía la descripción calculística del funcionamiento, e
instrucciones de construcción, del muñeco.
Finalmente, lo que al principio
había sido un único libro, se extendía ya a lo largo de muchos tomos en los
anaqueles de una sala de la biblioteca de la capital, los cuales encarnaban los
frutos de un gigantesco proyecto colectivo, en continuo progreso, en el que habían
trabajado y trabajaban aún cantidades ingentes de especialistas en números. A
su vez, los “humanos a cuerda” que los artesanos construían siguiendo las
pautas del libro tenían cada vez un comportamiento más difícil de distinguir
del de los verdaderos humanos.
Tú te preguntarás ahora mismo qué
ganaban con ello, imagino. Qué sentido tenía, por puro juego, invertir tanto
esfuerzo en continuar con la empresa, que al final se reducía a poco más que fabricar
burdas copias mecánicas de seres humanos reales.
Pero no te engañes: no era ése,
llegado este punto, el único objetivo del proyecto. Lo cierto es que el estudio
del libro que explicaba con números cómo funciona el “muñeco humano” permitía a
la vez entender cada vez mejor cómo funciona la cabeza, la “mente”, del
verdadero –digamos– “humano humano”. Y ellos fueron capaces de aplicar esos
conocimientos al dominio de lo que ocurre dentro de sus cabezas reales; dicho
con las palabras de ellos: desarrollaron una poderosa ciencia de la salud de la
mente.
Y esta ciencia era tanto más
poderosa cuanto mayor era el parecido de los “muñecos humanos” con los seres
humanos de verdad. Por eso se afanaban en refinar y refinar las técnicas
artesanas necesarias para su construcción: construir estos muñecos era una
manera de ensayar lo que se había inicialmente propuesto, a nivel teórico, en
cada nueva ampliación o enmienda realizada en el libro.
Hasta que se alcanzó un nivel, en
años recientes, en que el comportamiento del “humano a cuerda” resultaba
absolutamente indistinguible del comportamiento de un “humano humano” real. En
ese momento se dio por agotada la capacidad de avance teórico de las ciencias
humanas, y los esfuerzos se empezaron a poner en el estudio exhaustivo de la
última versión del libro, considerada ya definitiva, y en mejorar sus
aplicaciones prácticas en cuanto a métodos de “salud mental”.
Tengo que decirte, querido Ricardo,
que a la vez que yo me interesaba en la historia de sus logros en sus ciencias
humanas, Vii quería saber más y más cosas de nuestras ciencias naturales. Y la
creciente admiración mutua por la cultura del otro llevaba pareja una creciente
autocrítica de la cultura propia, un aprender a detectar mejor carencias o
vicios que antes no se veían. Por último, de todo ello iba cristalizando una
idea nítida para ambos, un verdadero propósito conjunto: hacer de este viaje
mío a la capital el inicio, la semilla, de un puente intercultural que conduzca
a nuestras dos civilizaciones a un conocimiento mutuo genuino, pacífico y
amistoso, cuyo objetivo sea el enriquecimiento en ambas direcciones, para que
nuestros respectivos pueblos sigan, cada uno por su propio camino, avanzando
siempre a mejor, y alcancen algún día ambos a la vez una forma social
superadora de todas las contradicciones y carencias que en la actualidad hay,
indudablemente, tanto en un pueblo como en el otro.
Pero todo esto no son más que
bonitas intenciones: en este punto sí te permitiré que me llames loco –o, mejor,
soñador: sabes bien, amigo mío, que siempre lo he sido–.
De todo este objetivo, misión
autoimpuesta y compartida con Vii, ya te iré dando noticia en mis próximas cartas,
cuando así parezca oportuno.
Déjame despedirme, sin embargo, con
el final del relato sobre la historia de las “ciencias humanas” de este país. Pues
su último capítulo me ha impresionado tanto, que todavía no lo he sabido
encajar, y me imagino que me llevará aún varios días digerirlo del todo.
El caso es que ayer, en una de
nuestras charlas vespertinas –en el idioma de ella, que yo hablo mucho mejor
que ella el mío–, le formulé una pregunta sobre algo que me había tenido
inquieto al hilo de la historia del muñeco y el libro. Se trataba del tema de
la libertad, le dije: ¿cómo era posible simular lo que en nuestra lengua
llamamos “libertad” con aquel muñeco a cuerda, por más cálculos y cálculos que
se hubieran empleado en el dichoso libro que explica su construcción y
comportamiento?
Vii sonrió enigmáticamente cuando le
hice esta pregunta, y me dijo que la forma en que se había abordado el asunto
era sorprendentemente sencilla y eficaz. En el centro de toda la maquinaria del
muñeco, existía una cámara pequeñísima en la que había un dado diminuto, el
cual era lanzado automáticamente a intervalos de tiempo fijos mientras duraba
la “cuerda”, y el funcionamiento del muñeco quedaba determinado por el número
que cada vez salía en el dado.
Al oír esta explicación, yo me quedé
a medio camino entre decepcionado y escandalizado. ¿A eso se reducía, al final,
todo su profundísimo conocimiento sobre la “mente” humana? ¿Nuestra libertad
individual quedaba puerilmente falsificada con el lanzamiento de un dado?
Ella volvió a sonreír, un tanto
divertida, y dijo que entendía mi indignación. De hecho, me explicó que entre
ellos también se había debatido y debatido largamente esta cuestión del dado y
la libertad.
La opinión mayoritaria fue durante
muchos años que todo el esquema numérico-conceptual en el libro, que se reducía
a un montón de mecanismos de madera y metal conectados al dado, lograba
simular, efectivamente, el comportamiento humano a la perfección –o sea, de
manera indistinguible–, pero de eso no cabía necesariamente deducir que el
comportamiento real de la mente (o sea: de los sesos, de esa pasta gris que hay
dentro de nuestras cabezas) fuera una copia idéntica en versión “carne y sangre”,
por así decirlo, de aquellos muñecos mecánicos. Dicho de otro modo: que la
“máquina humana real”, hecha de sangre y de carne, que hay en nuestras cabezas,
externamente puede aparentar comportarse como la “máquina humana artificial”
que ellos habían construido, pero que sus respectivas estructuras internas
probablemente no tuvieran nada que ver.
Oír esto me calmó levemente, pero,
tras hacer una pausa, Vii continuó.
«La historia, sin embargo, no acaba
ahí», afirmó. «¿Ah, no?», pregunté yo, incrédulo. «No. A decir verdad»,
continuó, «al final logramos desarrollar unos métodos especiales para poder ver
con detalle qué ocurre en el interior de la cabeza de un ser humano vivo, sin
que éste sufra ningún daño». «Vaya…», le dije, «¿y qué descubristeis?». «Bueno,
pues lo que vimos es que dentro de nuestras cabezas hay exactamente el mismo
tipo de mecanismos, hasta el más pequeño detalle, que los que hay en nuestros
muñecos. La única diferencia es que nosotros los construíamos con madera y
metal, y los que llevamos dentro están hechos de carne y hueso. Es decir», prosiguió,
«que toda nuestra ciencia humana era esencialmente correcta. Antes de que me lo
preguntes, el papel de “dar cuerda” lo desempeña el corazón, evidentemente».
Pero no era eso de la cuerda lo que me preocupaba a mí. «El dado», le dije, «lo
que no entiendo es lo del dado: ¿Qué visteis en su lugar, en el centro de las
cabezas humanas reales?». «Oh, nada». «¿Nada? ¿Cómo que “nada”? ¿El hueco
central estaba simplemente vacío?». «No, ni mucho menos», repuso ella,
poniéndose de pronto muy seria. «Lo que quiero decir es que no vimos nada
esencialmente distinto a nuestro muñeco. Es decir: en el centro había, naturalmente,
un dado, que era lanzado cada cierto tiempo, como en el muñeco. La única
diferencia es que el dado del muñeco es de madera, y el “real” era de hueso.
Pero nada más».
Todavía no he podido asimilar,
querido Ricardo, esa respuesta.
Quizá por eso hoy le he pedido a Vii
un día de descanso en nuestras charlas-lección, y me he pasado todo el tiempo, casi
desde el alba, escribiéndote.
En fin. Cae la tarde. Voy a poner
punto final, por ahora.
Tuyo,
Marcos.
Pepe Ródenas, 11 de septiembre de 2018