miércoles, 12 de diciembre de 2018

Un relato que pensé en Portugal

A continuación os comparto un relato que escribí este verano, a través del cual se puede intentar, pienso, otro tipo de enfoque sobre los temas que en este blog constituyen el núcleo principal de nuestra reflexión.

Aquí lo tenéis:



El alma.


Querido Ricardo:

            Espero que tú y tu familia os encontréis bien. Te escribo, tras pasar cinco semanas en la población fronteriza que te mencioné en mi última carta, para decirte que ya estoy de nuevo en camino.
            Hoy hace diez días que reanudé mi viaje, y tengo la intención, esta vez, de no detenerme hasta alcanzar la capital. La mítica capital de la Lejana Potencia, de la cual solamente conocemos, a lo sumo, relatos de relatos, y que al fin voy a poder ver con mis ojos, si nuestros dioses así lo quieren.
            Recordarás que en mi anterior carta te decía que, visto el interés despertado por las mercancías que transporto, había decidido detenerme en aquella pequeña ciudad para proveerme de moneda regional, a la vez que aprovechaba para estudiar a conciencia la lengua de aquí.
            No exagero si afirmo que lo que iban a ser unas tranquilas semanas de estudio al final se han convertido en toda una revolución interior. Me resultará un poco difícil hacerte entender cabalmente por qué, pero quisiera intentarlo. Allá voy.
            Se trata, por hablar desde el principio con claridad, de mi percepción sobre el valor de la cultura de ellos, de esta Lejana Potencia, que cada vez se me aparece menos como ese pueblo de bárbaros temibles e incivilizados del que tanto hablan nuestros relatos.
            Sé que te escandalizarán mis palabras –no las dichas hasta aquí, sino lo que a partir de ahora diré–, o temo que puedas, quizá, sospechar que emprendí este viaje, en el fondo, como una especie de renegado, como alguien que ha dejado de amar su propia cultura, la de nuestra propia Potencia –una cultura con tan larga tradición, y que a tantos pueblos ha logrado imponer su superioridad y hacer salir de las tinieblas de la barbarie–.
            Pero sería un error que así lo creyeras. No soy ningún renegado, ni rechazo la tierra que me vio nacer y crecer. Estoy, sencillamente, aprendiendo a mirar el mundo con los ojos de estas gentes, como si estuviera desarrollando, por así decirlo, la capacidad de ser otro sin dejar de ser yo. Lo cual no es otra cosa que un verdadero crecimiento personal, creo yo. Un “hacerse más sabio”. Y conste que lo digo sin presunción.
            Te pondré un ejemplo para que entiendas mejor lo que te quiero decir.
            Se trata de las mujeres de estas tierras. Recordarás, de mi misiva anterior, cómo te explicaba, desde una especie de paternalismo condescendiente, que los hombres de este lugar eran tan poco capaces que vivían en vergonzante plano de igualdad con sus mujeres, sin que pudiera apenas percibirse ninguna diferencia, digamos “operativa”, entre ellos y ellas, al menos en lo tocante a sus actividades cotidianas, tanto personales como sociales (a excepción, claro está, de la natural fuerza física masculina, y de los aspectos fisiológicos femeninos relativos a la maternidad).
            Yo infería de todo ello, precisamente, una manifestación de la supuesta inferioridad cultural de estos hombres con respecto a los nuestros: no son capaces de ver que un hombre sano es siempre por naturaleza superior a una mujer, tanto en lo intelectivo como en lo físico. Y si no son capaces de ver esto, es que el desarrollo de estos hombres en el proceso que los lleva de la infancia a la adultez ha sido de algún modo defectuoso. Aquella era mi conclusión, como recordarás, tal cual lo escribía yo entonces. Imaginaba que los hijos de estos “bárbaros” recibían una educación tan miserable, tan rastrera, que acababa por envilecerlos del todo, degradando sus capacidades innatas hasta hacerlas comparables a las de una mujer, es decir: a las de un ser inferior.
            Así pensaba yo… pero de esto hace varias semanas.
            El hecho de estudiar la lengua de este pueblo, sin embargo, me ha permitido ver otros elementos de su cultura que antes se me escapaban, y en los cuales –permíteme que te lo diga sin andarme por las ramas– ellos se muestran incomparablemente superiores a nosotros. Hablo, en concreto, de sus métodos de numeración y cálculo. Son aquí capaces, amigo Ricardo, de describir con precisión el movimiento de los proyectiles balísticos por medio de unos razonamientos numéricos absolutamente soberbios, bien que para mí imposibles de seguir en profundidad. El grado de exactitud que alcanza su descripción de las trayectorias es tal, querido amigo, que si por ejemplo lanzásemos, digamos, un proyectil desde el suelo con una inclinación e impulso inicial conocidos, ellos sabrían decirnos con precisión asombrosa a qué distancia se encuentra el punto de impacto con el suelo cuando el proyectil vuelve a caer. Parece cosa de magia ¿verdad?
            Pero eso no es todo: he visto hacer con soltura a jóvenes de dieciséis años este tipo de cálculos, ¡mujeres incluidas!
            Sé que ahora mismo estarás pensando: «¿Y para qué sirven todos esos malabarismos numéricos? ¿Qué valor pueden tener, más allá de una especie de entretenimiento circense sin ninguna importancia? Y, sobre todo, ¿qué demuestra el hecho de que sus mujeres y adolescentes consigan dominar tales métodos de cálculo? Quizá –dirás– lo único que con ello se pone de manifiesto es que no son métodos tan difíciles de aprender, que no son más que un simple jueguecito. Y, en todo caso –concluirás–, nada de esto evita que sean una cultura inferior, una sociedad atrasada, de bárbaros bestiales, tal y como los pintan las historias de nuestra tradición».
            Entiendo, amigo mío, que pienses todo eso. Mas déjame intentar persuadirte de lo contrario. Pues yo también he estado largos días confundido al respecto, y poco a poco he podido ir viendo las cosas de otra manera. Y en cuanto a nuestros relatos tradicionales sobre ellos… son pura leyenda, créeme, una sarta de falsedades. A medida que pasaba más tiempo en aquella ciudad, el velo me iba cayendo de los ojos, y cada vez era más crítico con mi visión inicial. Lo que ya me ha hecho decantarme sin ningún atisbo de duda, la gota que colma, por así decirlo, han sido mis conversaciones con el señor Vii.
            Pero aún no conoces al señor Vii.
            Bueno, vayamos por partes. Enseguida llegamos a eso. Permíteme primero, no obstante, que acabe de exponerte a grandes rasgos cómo se ha modificado paulatinamente mi percepción sobre esta cultura, y a la vez sobre la nuestra, durante mi estancia en las tierras fronterizas.
            Sé bien que en mi anterior carta te expliqué, como algo ilustrativo del atraso de estas gentes, su desastrosa relación con el mundo natural. En concreto, de qué manera maltratan a sus animales, y cómo son incapaces de evitar la mayoría de enfermedades, o de sanar cuando las contraen, porque viven en un estado de permanente oposición, poco menos que en guerra, con todas las especies vivas de la Gran Madre. Nunca han aprendido, ni tan siquiera parece que lo han intentado, las artes de armonizarse y comunicarse con todo su entorno vegetal y animal, y así es imposible escapar a las amenazas naturales que se ciernen sobre el cuerpo, como nosotros sabemos bien.
            Todo esto es cierto. Mi visión sobre ello no ha cambiado ni un ápice. En todo lo relativo a nuestros saberes sobre el mundo natural, y en cómo debe ser nuestra relación con el resto de especies, en estas tierras no hallaremos rival. Da verdadera aprensión ver sus cuerpos fofos y llagados, el estado en el que alcanzan la senectud, y los terribles padecimientos con los que muchos de ellos se marchan de este mundo antes de tiempo. Tendríamos mucho que enseñar a este pueblo en lo relativo a estas cosas, no me cabe la menor duda.
            Así pues, ¿en qué quedamos? ¿Somos mejores nosotros, pese a todo? Esa misma pregunta carcomía mi ánimo al principio, ya que iba observando, como te he explicado, que nos habían superado en algunas cosas, y siempre quería sacar una especie de “balance global” para poder decirme, al final del día, que en lo “verdaderamente importante” nosotros éramos superiores. Pero como quiera que en el fondo cada vez me parecía más estúpido seguir negando lo muy superiores que eran ellos en cosas de indiscutible valor, me acabé por contentar aceptando que, sencillamente, ellos eran buenos en unas cosas y nosotros en otras, y en suma podría decirse que la partida quedaba en tablas.
            Pero no. Ni siquiera ésta es una visión correcta de las cosas. No son “salvajes”, ni mejores que nosotros, o nosotros mejores que ellos, ni tampoco estamos en una especie de “empate”.
            El problema de toda esta especie de competición de ellos contra nosotros no radica en el “ellos” ni en el “nosotros”, sino en el “contra”, por así decirlo. Lo acabé viendo claro en mis conversaciones con Vii.
            Ay… pero veo que me estoy explicando bastante mal, querido amigo, y si has tenido la paciencia de llegar hasta este punto debes de estar cada vez más cansado de lo que quizá se te antoje un ir de acá para allá y no aclarar nada. Supongo que en parte tienes razón. Pero albergo la esperanza de arrojar luz sobre este embrollo en las páginas restantes, por lo que te ruego, viejo amigo, que tengas todavía un poco más de paciencia y continúes leyendo, pues pronto todo se aclarará.
            Veamos. Quizá la mejor manera de hacer esto más comprensible sea no empezar la casa por el tejado, y seguir un hilo un poco más cronológico. Intentémoslo así.
            Sigo.
            A la vez, pues, que estudiaba la lengua de aquí, también comerciaba, como te he dicho, para proveerme de la moneda en curso, que suponía me iba a ser necesaria cuando retomara el camino hacia la capital. Esto me hizo entrar en contacto con sus métodos de cálculo y numeración, y tratar, sin mucho éxito, de aprenderlos. Así fui introduciéndome en el mundillo de los calculistas de la ciudad, y pude presenciar proezas numéricas de naturaleza diversa, como aquello del proyectil. Lo cierto es que no acabaría si tratara de enumerar todas las aplicaciones que estos calculistas dan a algo tan inocente y aparentemente limitado como los números y el contar. Por no extenderme, te diré que sus mejores artesanos construyen unos objetos curiosísimos, a los que llaman “máquinas”, cuya apariencia exterior puede ser sumamente variada: desde sencillos cuerpos geométricos hasta la forma de una especie de animales fantásticos. Lo que todas estas máquinas tienen en común, sin embargo, es que su interior esconde una suerte de tripas de hierro y madera, constituidas por minúsculas piececillas, de caprichosa hechura, que se conectan y entrelazan hasta formar una trama capaz de cobrar movimiento, en un momento dado, en virtud de un procedimiento que todavía no he logrado entender. (Ellos le llaman “dar cuerda”, pero aún no he obtenido de ellos más que una amplia sonrisa cuando trato de averiguar qué misterio se oculta tras esa dichosa “cuerda”).
            Estas máquinas permiten cosas como medir el paso del tiempo (como nuestros mejores relojes de arena), elevar agua, disparar proyectiles con gran precisión, y otra serie de utilidades. Pero lo más asombroso es que el movimiento y funcionamiento de estas máquinas (y de sus entrañas de hierro y madera) queda consignado con total exactitud en unos libros repletos de símbolos numéricos y calculísticos, de modo que los artesanos de esta tierra afirman que no les basta con el simple conocimiento de su oficio para la construcción de las máquinas, sino que a lo largo de todo el proceso de fabricación necesitan consultar continuamente estos libros, e incluso a menudo deben completar por sí mismos, en un papel aparte, algunos de los cálculos que no están lo suficientemente detallados.
            En apariencia, todas estas máquinas ofrecen a la población comodidades menores, que quizá no supongan grandes ventajas si se comparan con las que a nosotros nos proporciona nuestro conocimiento del mundo natural y de vivir en armonía con él. O al menos así razonaba yo las primeras semanas, a juzgar por los cuerpos insanos y atormentados que veía a mi alrededor. De poco les sirven, me decía, todas sus maquinitas con panzas de hierro y madera para contrarrestar el sufrimiento causado por la mala salud de sus cuerpos. Pero, cuidado… en realidad hay una importante excepción a esto. Hay una parte de sus cuerpos que ellos saben cuidar mejor que nosotros. Me refiero a la cabeza, o, más bien, a lo que hay en su interior. A esta parte ellos la denominan “mente”, y se corresponde de un modo impreciso con lo que nosotros llamamos “sesos”, no sabría bien explicarte la diferencia... digamos, para no enredarnos, que son términos esencialmente equivalentes.
            Sin embargo, sí hay otra palabra para la que me ha resultado imposible hallar un equivalente en la lengua de aquí. No hay traducción posible aquí para lo que nosotros llamamos “depresión”.
            Los habitantes de este lugar, con sus cuerpos enfermizos y decaídos, no saben lo que es la depresión, sencillamente, porque nunca la han padecido. Para hacerme entender tuve que hablar figuradamente en su lengua, cosa nada fácil para un extranjero como yo, y usar expresiones como “tener mal los sesos” (“la mente”, que dicen ellos), “enfermar de lo que hay dentro de la cabeza”, y cosas por el estilo. Ellos me hablaban de unos cuidados, de unas prácticas que siguen para evitar este mal que tantos estragos causa en nuestro país (donde es un clásico, como sabemos, el elevado número de jóvenes que se suicidan a causa de un desengaño amoroso, tema sobre el que han cantado infinidad de bardos y poetas). Según me contaban, en esta cultura hay una especie de “gimnasia de los sesos”, por así decirlo, que permite fortalecer la tal “mente” para hacer frente a las debilidades de tipo depresivo. Yo me imaginaba algo similar al efecto que tiene nuestra gimnasia y buena alimentación para vigorizar el cuerpo y hacerlo más resistente… pero aplicándolo a los sesos; algo notabilísimo, vamos. Fue todo esto lo que me acabó llevando a trabar conocimiento con el señor Vii, que es mi actual compañero de viaje y futuro anfitrión, si todo va bien.
            Como fuera que los lugareños veían mi interés, por un lado, en su ciencia numérica y aplicación a construir máquinas, y, por otro, en cómo lograban curar la “mente”, como nosotros solemos curar el resto del cuerpo, y evitar la depresión (como nosotros sabemos evitar el resto de enfermedades), finalmente se me condujo a la presencia de algunos de los habitantes de aquella ciudad que más profundos conocimientos tenían sobre estos temas, los cuales, pese a todo, me indicaron que tales conocimientos no les bastaban para ilustrarme como mi interés merecía, y me recomendaron esperar al señor Vii, para formularle a él mis preguntas.
            Este señor Vii, según me explicaron, era un reputado sabio de la capital, que había emprendido un viaje de estudios lingüísticos por todos los territorios fronterizos, y en breve se esperaba su llegada a la población.
            Tuve la suerte de no tener que esperar mucho.
            El señor Vii, cuyo nombre completo es Laay Vii Cuu, llegó en menos de una semana, y enseguida tuve la oportunidad de ponerme en contacto con él.
            Fui presentado como un comerciante extranjero interesado en la lengua y las “ciencias humanas” de aquí. Así es como podría traducirse la denominación que ellos dan, según he notado, al conjunto de todas las ramas del conocimiento desarrolladas en su cultura, de forma equivalente a como nosotros solemos usar la expresión “ciencias naturales” para referirnos al conjunto de nuestros saberes.
            Tras los primeros intercambios de impresiones, más formales que otra cosa, el señor Vii y yo establecimos rápidamente una gran complicidad, basada en una especie de identificación mutua. En realidad, su pretendido viaje para estudiar las lenguas de los pueblos “satélites” o fronterizos encubría un interés por acercarse al máximo a las tierras que entran ya bajo nuestro dominio, y ello al objeto de conocer nuestra cultura. Pero debido a su cargo y obligaciones en la intrincada estructura social de la capital, no podía declarar abiertamente este objetivo como motivo oficial del viaje. Y por ello mismo se había visto constreñido a planificarlo siguiendo una ruta prefijada, a lo largo de la cual no había tenido ocasión de adentrarse en nuestro territorio propiamente dicho, sino que más bien se había tenido que contentar con recopilar tradiciones o experiencias de terceros que recogían indirectamente hipotéticos testimonios sobre nuestro pueblo, bien que en su fuero interno nunca renunció a la esperanza de llegar a encontrar, en alguna de las poblaciones fronterizas, a algún viajero oriundo de nuestro territorio que pudiera hablarle de nosotros en primera persona.
            Lo cual no sucedió hasta que dio conmigo, y tuvo como consecuencia que, tras conocer nuestro interés mutuo por la cultura del otro, se ofreciera a acompañarme en el viaje a la capital, así como a darme allí albergue todo el tiempo que fuera necesario, y he aquí el motivo por el cual hace días que nos hemos puesto en camino.
            A cambio, lo único que Vii me pidió fue que le enseñara nuestra lengua, que le instruyera en generalidades básicas de nuestras “ciencias naturales”, y le hablara de todo aquello que mereciera ser reseñado, a mi juicio, en un primer acercamiento a nuestra cultura.
            Y así, desde que hemos emprendido juntos la marcha, todas las mañanas dedicamos dos horas al estudio de nuestra lengua, tarea a la que él se aplica con tanta diligencia, debo decir, como yo lo he hecho con la lengua de ellos, por lo que los progresos realizados son más que satisfactorios hasta el momento.
            El resto del tiempo, nos comunicamos en su lengua –y gracias a su ayuda estoy logrando perfeccionarla, por cierto, a pasos de gigante–, enriqueciéndonos mutuamente en largas charlas sobre los más variados aspectos de ambas culturas.
            Y sobre ese enriquecimiento mutuo, querido Ricardo, es que quería hablar en la última parte de esta carta. Pues lo cierto es que gracias a él veo clara por fin la misión de mi viaje, el cual, como sabes, empezó  de un modo extraño, un poco como la búsqueda de algo que no se sabe qué es.
            Ambos, el señor Vii y yo, hemos necesitado mucha apertura para conseguir entendernos, para aprender del otro algo más allá de una lengua. Pero nos ha facilitado las cosas, paradójicamente, un sentimiento compartido, que afloraba a medida que nos conocíamos mejor. (Si he de ser sincero, como entenderás enseguida, yo ya empezaba a albergar ese sentimiento las semanas antes de haberlo conocido, y asimismo tengo razones para intuir que tampoco en él era algo totalmente nuevo).
            Me refiero a la percepción de que todas las leyendas, mitos, supuestos relatos antiguos o tradiciones orales que hablaran de la lejana cultura del otro no eran más que patrañas. Historias nada rigurosas, más bien interesadas o distorsionadas deliberadamente, que se habían ido pervirtiendo y mezclando de manera contradictoria con el pasar de los siglos, hasta que al final no era posible encontrar en ellas ningún sedimento útil, si lo que se está buscando es conocimiento objetivo. (Si lo que se busca, en cambio, es sembrar la simiente del odio, que será sazonado con el recuerdo de inciertas guerras de antaño, y con un vano sentimiento de superioridad… entonces esos relatos cumplen su función a las mil maravillas).
            En fin, la sorpresa de ambos fue grande al comprobar, primeramente, que no teníamos ninguna noción fidedigna de la cultura del otro gracias a aquellas historias de la tradición, pero sobre todo al ir después, poco a poco, intuyendo que no era cierto tampoco el prejuicio de superioridad.
            Si hay que ser francos, él sí había podido tener acceso en su viaje a informaciones más veraces, aunque siempre indirectas, sobre las virtudes de nuestro modo de vida, de nuestra aparente invulnerabilidad a las enfermedades emanada de la aplicación de nuestra “ciencia natural”. Y, pese a ello, la interpretación que hizo de esas informaciones, por lo demás no muy rigurosas, fue inicialmente errónea de parte a parte: directamente se negaba a creer que nuestros cuerpos gozaran de tanta salud, lo descartaba por “claramente imposible”, y lo que es más: aunque te suene increíble, en la convivencia armoniosa con los demás seres vivos propia de nuestro estilo de vida él veía… ¡un signo de nuestro “atraso”! Tuvo, progresivamente, que irse convenciendo de que en esta cuestión los que andan errados (ya no diré “atrasados”, no me gusta) son ellos, y empezar a hacer una autocrítica, por ejemplo, respecto al modo en que ellos maltratan a sus animales –no darías crédito a tus ojos si lo vieras, amigo Ricardo: es algo verdaderamente salvaje, espeluznante–.
            Ahora bien, más me ha costado a mí entender lo que significa la igualdad social en que viven hombres y mujeres en esta cultura. Al principio, como te dije, creí que sólo demostraba su atraso. Que sus hombres tuvieran casi exactamente las mismas (¡y pobres!) habilidades que sus mujeres, hasta el punto de aparentar ellas no ser por naturaleza inferiores a ellos, se me antojaba tan aberrante que sólo podía significar una cosa: las formas sociales de aquí pervertían hasta tal punto las capacidades innatas del hombre que lo convertían en un ser inferior, en algo “equivalente” a una mujer.
            Pero ahora puedo ver dónde estaba el error en esa deducción.
            Al ir entendiendo que la ausencia de ese mal que nosotros llamamos “depresión” no era cosa de magia ni de misterio, sino fruto de la aplicación de un saber muy elaborado y evolucionado en el seno de esta civilización, un conocimiento y control de lo que ellos llaman la “mente”, que a su vez tiene que ver –sé que esto, de nuevo, te va a sorprender– con sus habilidades numéricas y calculísticas… cuando fui teniendo una clara noción de todo esto, acabé por comprender que no son una cultura inferior, ni mucho menos (tampoco superior: no tiene mucho sentido, pienso ahora, hablar en esos términos –no digamos ya albergar odios o resentimientos por supuestas guerras de siglos atrás–). En consecuencia, no es su proceso educativo y social lo que hace que sus hombres “no se desarrollen”: al contrario, este proceso sí los lleva a desarrollarse completamente… ¡pero a sus mujeres también! Y como quiera que el resultado de ambos “desarrollos completos” es la más notoria igualdad, tanto de derecho como de hecho, la conclusión es ineludible: somos nosotros, en nuestra querida y autoensalzada cultura, los que llevamos a la mujer a no desarrollarse conforme a sus máximas posibilidades intrínsecas, y por eso, por reprimirlas contra natura en su educación, acabamos confundiendo causa con efecto, y así creemos que ellas son por naturaleza inferiores, cuando esto es falso.
            Bien, ya lo he dicho. Me parece que al fin he conseguido, pese a todo, explicarte toda esa “revolución interior” que al principio te decía que está habiendo en mí en este viaje, y el embrollo inicial de mi relato ya se empieza a aclarar.
            Pero soy consciente de que muy probablemente no te haya convencido; imagino que lo más fácil es que, en realidad, estés a punto de pensar que me he trastornado, que estoy perdiendo el juicio, que acaso ya no soy el que era y que quizá demasiado tiempo pasado en tierras extrañas me haya llevado al desequilibrio, y que además nada de lo dicho hasta ahora justifica, en el fondo, la creencia de que ésta es realmente una cultura “respetable”, “no inferior”.
            De acuerdo: concedido. Es posible que de lo relatado hasta aquí todavía no se pueda desprender forzosamente que ellos no son una cultura inferior. Por eso me he dejado para el final la explicación de algo que el señor Vii me ha contado en los últimos días, y no es más que el relato, diríase que “histórico”, de cómo se han desarrollado sus “ciencias humanas” para ir de una simple habilidad con los números y la construcción de artificios mecánicos hasta todo un saber que puede prevenir y curar las depresiones, entre muchos otros logros.
            Cuando acabe mi relato estoy seguro de que, como mínimo, empezarán a tambalearse tus prejuicios. No pido más.
            Y a propósito, si has llegado a este punto de mi escrito –y espero que sí, ya sea por nuestra vieja amistad, o cuando menos movido por curiosidad pura y dura–, pienso que ya no tiene sentido seguir ocultando “higiénicamente” un detalle de sustantiva importancia. A saber: no hay, en realidad, ningún “señor Vii”. El señor Vii es en realidad la señora Vii: es decir, una mujer. Conocer lo cual, en el fondo, no debería suponer otra cosa que la primera grieta en el muro de tus prejuicios, si es que todavía sigue en pie.
            Y he aquí lo que ella, lo que Laay Vii Cuu me contó cuando me interesé por la historia de sus “ciencias humanas”, historia en la cual ella está sumamente versada. Recordarás que más arriba he descrito cómo la gente de aquí es capaz de codificar mediante páginas y páginas de cálculos numéricos enrevesadísimos el funcionamiento de esas máquinas, repletas de laberínticos mecanismos de madera y metal, que construyen haciendo gala de técnicas artesanas muy depuradas, y a las que “dan cuerda” para que cobren movimiento y cumplan la función al objeto de la cual han sido construidas. Según parece, hubo un momento en la historia de esta particular forma de artesanía en el cual alguien tuvo la idea de proyectar uno de estos libros con un objetivo bastante ambicioso.  Se trataba de lograr que la máquina que se construyera siguiendo las instrucciones de ese libro se asemejase en su comportamiento –una vez “dada cuerda”, se entiende– al de un ser humano. Al principio, la máquina en cuestión era demasiado difícil de construir en la realidad, pues no estaba al alcance de las capacidades técnicas de la época, y todo quedó en una fanfarronada numérica en las páginas de aquel grueso volumen. Sin embargo, con el pasar de los años, los métodos artesanos de esta civilización fueron superándose a sí mismos de manera creciente, hasta que un día fue posible construir el primero de estos “seres humanos a cuerda”.
            Logro que se redujo, claro está, a poco más que una diversión, un entretenimiento para pasar el rato, y así fueron durante decenios las siguientes ediciones del “juguetito”. Pero el progreso de la artesanía para construir nuevos y atrevidos modelos de “humanos a cuerda” corría paralelo a los nuevos refinamientos en su parte teórica, es decir: en el libro que contenía la descripción calculística del funcionamiento, e instrucciones de construcción, del muñeco.
            Finalmente, lo que al principio había sido un único libro, se extendía ya a lo largo de muchos tomos en los anaqueles de una sala de la biblioteca de la capital, los cuales encarnaban los frutos de un gigantesco proyecto colectivo, en continuo progreso, en el que habían trabajado y trabajaban aún cantidades ingentes de especialistas en números. A su vez, los “humanos a cuerda” que los artesanos construían siguiendo las pautas del libro tenían cada vez un comportamiento más difícil de distinguir del de los verdaderos humanos.
            Tú te preguntarás ahora mismo qué ganaban con ello, imagino. Qué sentido tenía, por puro juego, invertir tanto esfuerzo en continuar con la empresa, que al final se reducía a poco más que fabricar burdas copias mecánicas de seres humanos reales.
            Pero no te engañes: no era ése, llegado este punto, el único objetivo del proyecto. Lo cierto es que el estudio del libro que explicaba con números cómo funciona el “muñeco humano” permitía a la vez entender cada vez mejor cómo funciona la cabeza, la “mente”, del verdadero –digamos– “humano humano”. Y ellos fueron capaces de aplicar esos conocimientos al dominio de lo que ocurre dentro de sus cabezas reales; dicho con las palabras de ellos: desarrollaron una poderosa ciencia de la salud de la mente.
            Y esta ciencia era tanto más poderosa cuanto mayor era el parecido de los “muñecos humanos” con los seres humanos de verdad. Por eso se afanaban en refinar y refinar las técnicas artesanas necesarias para su construcción: construir estos muñecos era una manera de ensayar lo que se había inicialmente propuesto, a nivel teórico, en cada nueva ampliación o enmienda realizada en el libro.
            Hasta que se alcanzó un nivel, en años recientes, en que el comportamiento del “humano a cuerda” resultaba absolutamente indistinguible del comportamiento de un “humano humano” real. En ese momento se dio por agotada la capacidad de avance teórico de las ciencias humanas, y los esfuerzos se empezaron a poner en el estudio exhaustivo de la última versión del libro, considerada ya definitiva, y en mejorar sus aplicaciones prácticas en cuanto a métodos de “salud mental”.
            Tengo que decirte, querido Ricardo, que a la vez que yo me interesaba en la historia de sus logros en sus ciencias humanas, Vii quería saber más y más cosas de nuestras ciencias naturales. Y la creciente admiración mutua por la cultura del otro llevaba pareja una creciente autocrítica de la cultura propia, un aprender a detectar mejor carencias o vicios que antes no se veían. Por último, de todo ello iba cristalizando una idea nítida para ambos, un verdadero propósito conjunto: hacer de este viaje mío a la capital el inicio, la semilla, de un puente intercultural que conduzca a nuestras dos civilizaciones a un conocimiento mutuo genuino, pacífico y amistoso, cuyo objetivo sea el enriquecimiento en ambas direcciones, para que nuestros respectivos pueblos sigan, cada uno por su propio camino, avanzando siempre a mejor, y alcancen algún día ambos a la vez una forma social superadora de todas las contradicciones y carencias que en la actualidad hay, indudablemente, tanto en un pueblo como en el otro.
            Pero todo esto no son más que bonitas intenciones: en este punto sí te permitiré que me llames loco –o, mejor, soñador: sabes bien, amigo mío, que siempre lo he sido–.
            De todo este objetivo, misión autoimpuesta y compartida con Vii, ya te iré dando noticia en mis próximas cartas, cuando así parezca oportuno.
            Déjame despedirme, sin embargo, con el final del relato sobre la historia de las “ciencias humanas” de este país. Pues su último capítulo me ha impresionado tanto, que todavía no lo he sabido encajar, y me imagino que me llevará aún varios días digerirlo del todo.
            El caso es que ayer, en una de nuestras charlas vespertinas –en el idioma de ella, que yo hablo mucho mejor que ella el mío–, le formulé una pregunta sobre algo que me había tenido inquieto al hilo de la historia del muñeco y el libro. Se trataba del tema de la libertad, le dije: ¿cómo era posible simular lo que en nuestra lengua llamamos “libertad” con aquel muñeco a cuerda, por más cálculos y cálculos que se hubieran empleado en el dichoso libro que explica su construcción y comportamiento?
            Vii sonrió enigmáticamente cuando le hice esta pregunta, y me dijo que la forma en que se había abordado el asunto era sorprendentemente sencilla y eficaz. En el centro de toda la maquinaria del muñeco, existía una cámara pequeñísima en la que había un dado diminuto, el cual era lanzado automáticamente a intervalos de tiempo fijos mientras duraba la “cuerda”, y el funcionamiento del muñeco quedaba determinado por el número que cada vez salía en el dado.
            Al oír esta explicación, yo me quedé a medio camino entre decepcionado y escandalizado. ¿A eso se reducía, al final, todo su profundísimo conocimiento sobre la “mente” humana? ¿Nuestra libertad individual quedaba puerilmente falsificada con el lanzamiento de un dado?
            Ella volvió a sonreír, un tanto divertida, y dijo que entendía mi indignación. De hecho, me explicó que entre ellos también se había debatido y debatido largamente esta cuestión del dado y la libertad.
            La opinión mayoritaria fue durante muchos años que todo el esquema numérico-conceptual en el libro, que se reducía a un montón de mecanismos de madera y metal conectados al dado, lograba simular, efectivamente, el comportamiento humano a la perfección –o sea, de manera indistinguible–, pero de eso no cabía necesariamente deducir que el comportamiento real de la mente (o sea: de los sesos, de esa pasta gris que hay dentro de nuestras cabezas) fuera una copia idéntica en versión “carne y sangre”, por así decirlo, de aquellos muñecos mecánicos. Dicho de otro modo: que la “máquina humana real”, hecha de sangre y de carne, que hay en nuestras cabezas, externamente puede aparentar comportarse como la “máquina humana artificial” que ellos habían construido, pero que sus respectivas estructuras internas probablemente no tuvieran nada que ver.
            Oír esto me calmó levemente, pero, tras hacer una pausa, Vii continuó.
            «La historia, sin embargo, no acaba ahí», afirmó. «¿Ah, no?», pregunté yo, incrédulo. «No. A decir verdad», continuó, «al final logramos desarrollar unos métodos especiales para poder ver con detalle qué ocurre en el interior de la cabeza de un ser humano vivo, sin que éste sufra ningún daño». «Vaya…», le dije, «¿y qué descubristeis?». «Bueno, pues lo que vimos es que dentro de nuestras cabezas hay exactamente el mismo tipo de mecanismos, hasta el más pequeño detalle, que los que hay en nuestros muñecos. La única diferencia es que nosotros los construíamos con madera y metal, y los que llevamos dentro están hechos de carne y hueso. Es decir», prosiguió, «que toda nuestra ciencia humana era esencialmente correcta. Antes de que me lo preguntes, el papel de “dar cuerda” lo desempeña el corazón, evidentemente». Pero no era eso de la cuerda lo que me preocupaba a mí. «El dado», le dije, «lo que no entiendo es lo del dado: ¿Qué visteis en su lugar, en el centro de las cabezas humanas reales?». «Oh, nada». «¿Nada? ¿Cómo que “nada”? ¿El hueco central estaba simplemente vacío?». «No, ni mucho menos», repuso ella, poniéndose de pronto muy seria. «Lo que quiero decir es que no vimos nada esencialmente distinto a nuestro muñeco. Es decir: en el centro había, naturalmente, un dado, que era lanzado cada cierto tiempo, como en el muñeco. La única diferencia es que el dado del muñeco es de madera, y el “real” era de hueso. Pero nada más».

            Todavía no he podido asimilar, querido Ricardo, esa respuesta.
            Quizá por eso hoy le he pedido a Vii un día de descanso en nuestras charlas-lección, y me he pasado todo el tiempo, casi desde el alba, escribiéndote.
            En fin. Cae la tarde. Voy a poner punto final, por ahora.

            Tuyo,

                                    Marcos.



Pepe Ródenas, 11 de septiembre de 2018

miércoles, 16 de mayo de 2018

La explotación encubierta que usted también sufre.

En esta entrada os ofrecemos un cómic que elaboré, con la inestimable ayuda de mi amigo Fran, para repartirlo en formato "díptico" durante el día del libro (que aquí se celebra, por cierto, el 23 de abril).

Mi intención era un tanto ambiciosa. Quería plantear un diálogo breve, basado en hechos indudables y razonamientos sencillos, que partiera de una situación cotidiana y acabara sacando a la luz una de las verdades ocultas de nuestra sociedad.

Una verdad, cabe decir, tan inconfesable como escurridiza, que no se ve a simple vista, pero una de esas cosas que una vez se ha entendido ya no se puede olvidar. Una cosa que ya no podremos dejar de tener en cuenta si queremos mirar la realidad a los ojos, si no queremos dar la espalda a las causas profundas de los problemas sociales.

No sé si el resultado está a la altura de este objetivo. La iniciativa, en cualquier caso, no es una inocente reflexión filosófica: como quiera que tanto Vicente como yo creemos en la filosofía de la praxis ("entender el mundo para cambiar el mundo"), hay una invitación explícita a unirse a la lucha. Es por ello que al principio me abstuve de publicarlo en este blog, por no querer mezclar la habitual búsqueda de consenso mutuo entre Vicente y yo con el modo concreto de lucha en el que yo participo.

Pero él mismo me animó a publicarlo. Y, bien mirado, no es tan relevante --digamos-- decidirse entre manguera o extintor, al menos cuando la ceguera es tal que los habitantes no ven que la casa se quema...

Así que aquí está.

Mil gracias a Fran por convertir mis bocetos en dibujos de verdad.

Podéis leerlo haciendo clic aquí:  LEER CÓMIC

Pepe Ródenas

sábado, 17 de marzo de 2018

Cataluña y España: el fondo de la cuestión. Qué es la solución federal.


            Nos encontramos a menudo con elementos que existen sólo porque existe su opuesto, y lo mismo podemos decir a la inversa: sus opuestos existen sólo en virtud de que ellos existen. En tales casos, es la relación mutua entre un elemento y su opuesto lo que sustenta la naturaleza individual de cada uno de ellos; naturaleza que desaparece, por tanto, si los intentamos considerar por separado. Por ejemplo, en el fútbol ocurre esto cuando hablamos de “equipo atacante” y “equipo defensor”. Decir que hay un equipo en el terreno de juego, añadir que está en posesión de la pelota y finalmente afirmar que este equipo está “atacando” sólo tiene sentido si, a la vez, hay otro equipo en el campo que no tiene la posesión y “defienden” su puerta (y lo mismo ocurre a la inversa: no hay equipo defensor si no hay equipo atacante). Es la relación mutua entre ambos elementos, el equipo atacante y el equipo defensor, la que les confiere sus naturalezas respectivas (de atacante y de defensor). Y lo mismo que sucede en este ejemplo se puede encontrar en centenares de otras situaciones cotidianas, aunque quizá no nos hayamos nunca parado a pensarlo (por ejemplo, en un proceso de compra-venta: no hay comprador si no hay vendedor, y viceversa).

            El ejemplo del fútbol, sin embargo, es particularmente interesante porque reviste de una característica clave: es un tipo de relación entre opuestos no estática, sino dinámica. Me explico: entre ambos opuestos (recordemos: equipo atacante y equipo defensor) existe una tensión que empuja con más o menos vehemencia a que la situación evolucione en el tiempo, a que el sistema se reconfigure o reacomode y, fruto de esa relación “tensa” entre opuestos, se produzcan cambios, sutiles o evidentes, drásticos o leves. Por ejemplo, el equipo defensor puede hacer una falta, y entonces el tipo de ataque pasará a ser distinto, con un disparo directo o indirecto a puerta. También puede, sencillamente, perder la posesión de la pelota el equipo atacante, en cuyo caso los roles se invierten y pasaría a ser defensor. Finalmente, si los atacantes logran su objetivo principal, o sea, marcar gol, entonces también pierden la posesión, pero pasarán a ser defensores en condiciones claramente alteradas: con un tanto más a su favor en el marcador.

            ¿A dónde conduce toda esta reflexión sobre sistemas de opuestos interdependientes, que evolucionan fruto de la tensión que existe entre ellos?

            Como queremos examinar la problemática actual de lo que algunos han dado en denominar “la cuestión catalana”, esto es, un problema de naturaleza social, comenzaré por señalar uno de los ejemplos más conocidos de estos “sistemas de opuestos”, justamente, en el ámbito social. A saber, la relación que existe entre explotados y explotadores. No tiene sentido hablar de explotador si no hay alguien que esté siendo explotado; asimismo, tampoco podría existir nadie con el atributo de “explotado” si, a su vez, no hubiera otro que lo explotara. Resulta claro como el agua que esta relación es, también, de tipo “dinámico”, es decir: la tensión que existe entre estos opuestos (los “explotados” y los “explotadores”) produce eventualmente cambios, reconfiguraciones del sistema, deslizamientos de placas que, a veces, llegan a ser tan vigorosos que –digamos– se produce el terremoto y se subvierte todo el sistema: el grupo de antiguos explotados pasa a convertirse en nuevo grupo explotador. De procesos de este tipo, llamados comúnmente “revoluciones”, la Historia está llena.

            Pero recordemos que antes, cuando hablábamos del ejemplo del fútbol, hemos puesto en relieve la posibilidad de que tengan lugar diferentes evoluciones dinámicas y posterior reconfiguración de los sistemas, fruto de la tensión entre las fuerzas enfrentadas: a veces, sencillamente el defensor acaba robando el balón a los atacantes; en otras ocasiones, al intentarlo, hace una falta y no sólo el atacante inicial recupera la posesión, sino que el defensor se ve obligado a sufrir un disparo de castigo; y también puede suceder, en fin, que los atacantes marquen un gol, lo cual constituye una manera dudosamente ventajosa de lograr hacerse, el defensor, con la posesión de la pelota.

            Un gol, hablemos claro, es lo que el “equipo” de los explotadores de España (incluyendo a Cataluña) le ha metido por la escuadra al equipo de los explotados, los cuales constituyen, cabe subrayarlo, la inmensa mayoría de la población (tanto en España como en Cataluña). Aclaremos esto: en la relación complicada y potencialmente “sísmica” entre los explotadores y los explotados, no habrá peligro para los primeros si los segundos se despistan y pierden la conciencia de cómo y por quién están siendo explotados. Si los explotadores, cuyos tentáculos de poder son cuasi omnímodos (y, entre otras cosas, están firmemente adheridos a los medios de información y desinformación), logran desviar la atención de los explotados hacia algún dilema relativamente inofensivo que los encandile y obsesione, y los mantenga ocupados intentando poco menos que la cuadratura del círculo, entonces habrán logrado asegurar su posición, garantizar que seguirán ganando la partida económica –pues tal es la naturaleza de la explotación por antonomasia, inútil obviarlo– durante un largo periodo: por varios años, e incluso décadas.

            Y, ¿qué mejor manera de lograr este cometido, sino instrumentalizando otra relación dinámica de contrarios interdependientes cuya naturaleza también sea social pero –¡cuidado!– no económica?

            Estoy hablando, claro está, de los sentimientos identitarios enfrentados, tal como viene ocurriendo en la cuestión catalana en su último tramo a día de hoy; esto es, lo que se ha dado en llamar “el procés”. La relación entre atacantes y defensores, entre explotadores y explotados, ha cristalizado en una nueva y fiera relación entre opuestos: los sentimientos identitarios del separatismo catalán, por un lado, y los del malhadado “a por ellos” españolista (el de las cargas policiales y la judicialización de la política), por otro. Contrarios, éstos, que también se necesitan mutuamente para existir en las respectivas modalidades agresivas que hoy predominan. Y que, al igual que en los ejemplos anteriores, están en continua tensión y reconfiguración del sistema, es decir: constituyen un nuevo ejemplo de un conflicto de opuestos interdependientes, cuya evolución es un proceso dinámico que fluye por derroteros que, en este caso, son difícilmente predecibles a priori.

            Ahora bien, comparemos por un momento los dos conflictos de opuestos que hemos observado que existen hoy en la sociedad española y catalana. En primer lugar, el de naturaleza económica, entre “explotados” y “explotadores” –que exista en nuestra sociedad, por cierto, no tiene nada de particular, pues sabemos que esta dicotomía explotados-explotadores es la radiografía económica de todas las sociedades en, cuando menos, la Europa occidental desde el siglo XVIII–. En segundo lugar, el conflicto de naturaleza identitaria, en su versión feroz de independentismo catalán unilateral contra españolismo represivo. Ambos sistemas de contrarios en pugna, el económico y el identitario, se hallan, a su vez, en relación entre sí. Y ello es así porque el segundo no es más que la instrumentalización de la cuestión identitaria llevada a cabo por una de las partes del primero (los “explotadores”), con objeto de crear una apariencia de problemática social seria (la identitaria), la cual enmascara el fondo de la verdadera naturaleza del problema, que es económico (la explotación). Y ello obedece, como he dicho algo más arriba, a la necesidad de la parte explotadora en tal conflicto (el “económico”) de hacer que la parte explotada pierda conciencia del verdadero juego al que se está jugando, y concentre todas sus energías, tiempo y espacio mental en el otro juego de contrarios (el identitario), lleno de contrastes muy claros y pasiones muy fácilmente inflamables –y, por ello mismo, tan instrumentalizable–, y así dejar campo libre a los explotadores –catalanes y españoles– para que puedan seguir cultivando tranquilamente su oficio, esto es: chuparle la sangre a los explotados.

            (Si alguien cree que exagero, haré un inciso para ir a los datos –si alguien, en cambio, ya sabe que no exagero, puede saltarse este párrafo con total confianza y pasar al siguiente–. En la columna “Pensamiento Crítico” del diario electrónico Público, el catedrático catalán de Ciencias Políticas y Sociales Vicenç Navarro nos informaba, el 30 de junio de 2017, de que a lo largo del periodo que va desde 2008 hasta 2016 «las rentas del Trabajo como porcentaje de todas las rentas en Catalunya bajaron del 50% al 46%, mientras que las rentas del capital subieron durante el mismo periodo del 42% al 45%. En otras palabras, mientras que las clases populares vieron como sus rentas disminuían, los súper-ricos, los ricos y las personas pudientes con elevados recursos las vieron aumentar». Sólo haré un comentario al respecto: el periodo señalado es el conocido como la Gran Recesión –la famosa “crisis”, vaya, de la que ahora algunos proclaman que estamos saliendo–. A su vez, lo que se llama “el procés” arranca en 2010. Crisis, sí… pero ¿crisis para quién?).

            Voy a ilustrar mi análisis de toda esta situación con una única imagen, muy breve y sencilla, que puede hacer las veces de resumen de la misma. Podría parecer que las fuerzas independentistas del “procés” (Junts pel Sí y la CUP) estiraban de la cuerda en una dirección, y que sus enemigos frontales (digamos: el PP y Ciudadanos, aunque al cabo también haya que añadir, pese a algunos amagos, al PSOE/PSC) estiraban en sentido opuesto de la misma cuerda. Esta imagen es miserablemente falsa e induce a engaño. Lo que en realidad aquí ocurre, si se examina bien la cuestión, es que la cuerda de la que los unos estiran está atada al borde de una rueda, y la cuerda de la que estiran los otros está atada al borde diametralmente opuesto de la misma rueda, y así, aunque parezca que unos tiran hacia Gerona y los otros hacia Badajoz, en realidad ambos no hacen más que poner la rueda a girar. ¿Y sobre quién se apoya el eje de esta rueda que gira? Sobre las cabezas de la inmensa mayoría, tanto de catalanes como españoles, cabezas que son machacadas con el giro de la rueda, como se machaca el fruto bajo las ruedas del molino, para sacarle todo el jugo y deshacernos, después, de la pulpa.

            Llevo observando todo el “procés” a la luz de este análisis desde hace ya mucho tiempo. Si no me había decidido a ponerlo todo negro sobre blanco había sido, quizá, para no echar más leña al fuego y no hacerme más mala sangre, cosa que, por desgracia, me cuesta últimamente evitar a causa, a menudo, de cosas tan cotidianas como abrir un periódico.

            Anoche, sin embargo, algo me hizo modificar mi decisión. Fui, bastante animado, a un acto en la ciudad de Barcelona al que asistieron unas ciento veinte personas, en el cual se hablaba de federalismo como respuesta a toda la problemática de la “cuestión catalana”. Pese a que mucho de lo que allí se dijo me pareció, por unos u otros motivos, sumamente acertado, eché de menos una exposición clara y concisa, desde un pensamiento de izquierdas –que era el que profesábamos los allí reunidos–, de qué modelo federal para España resolvería este problema, y por qué.

            Pero no pedí la palabra porque, sinceramente, no confiaba en mi capacidad de explicarlo de manera concisa y sucinta, y a la vez con la claridad y el énfasis necesarios para que quien me oyera se persuadiera de mis razones y las pudiera usar en lo sucesivo en foros sobre la cuestión catalana o un nuevo modelo territorial para España. Y es por ello que al fin, solo y ya en casa, me ha faltado tiempo para llevar mi reflexión al papel: al objeto de hacerla llegar a quienes se digan de izquierdas y federalistas, pero hallen que la senda que de ello resulta parece presentar perfiles brumosos, excesivamente poco definidos en algunos aspectos.

            Nada de eso: el camino, y nuestra tarea, está sumamente claro (otra cosa será la habilidad que mostremos al poner manos a la obra). Veamos por qué. Si se han seguido todos mis razonamientos hasta aquí, se recordará que existe ya instalada en la sociedad española y catalana una doble problemática: la genuina y propiamente estructural de este tipo de sociedad, de naturaleza económica, que enfrenta a explotados y explotadores, y una “emanación” o “efluvio” interesado de ella, la de naturaleza identitaria, que enfrenta –simplificaré los términos empleados, por brevedad– al “independentismo unilateral” con el “españolismo agresivo”, problemática que no es verdaderamente estructural sino espuria, una máscara distractora que convenía a una de las partes del conflicto económico, pero que se ha llegado ya a asentar con tanta vehemencia sobre la sociedad que ahora representa un grave problema en sí mismo, que ha venido para querer quedarse.

            Es casi una trivialidad descubrir, llegado este punto del razonamiento, que un modelo federal resuelve simultáneamente ambos problemas –o, siendo estrictos, supone un gigantesco avance en la resolución del económico y solventa en su práctica totalidad el identitario– siempre que tenga dos características básicas irrenunciables. La primera, que haya una fiscalidad única, férreamente blindada por la legislación federal, altamente progresiva, solidaria y redistributiva respetando ordinalidad, así como que cuente con un buen sistema público de sanidad, educación y pensiones, tal que ofrezca exactamente la misma calidad de servicio para cualquier ciudadano o ciudadana, viva éste en Barcelona o Jaén, en la ciudad o en el campo. Y la segunda característica consiste, obviamente, en transferir a las unidades federadas las competencias relativas a los rasgos culturales propios e identitarios.

            Aun siendo conscientes de que lo dicho es sólo el esbozo del plan y habría mucho más que decir en su desarrollo (y a ello habrá que ponerse con celeridad, antes de que despierte otra vez la bestia del “procés” y lo estropee todo aún más), pienso que las líneas generales del tipo de modelo federal necesario quedan ya lo suficientemente establecidas con la sencilla propuesta del párrafo precedente; pienso, asimismo, que en estas líneas generales se ha dejado muy claro también qué función cumple cada una de las dos características que se exigen: la primera se encamina a poner remedio al problema económico, y la segunda al identitario.

            Ahora bien, alguien podría objetar –como se ha objetado en el encuentro de hoy–: «Muy bonito, pero ¿y si la novia se niega?». A esta pregunta, no obstante, sí se ha dado una respuesta desde la mesa de ponentes, clara y contundente, en la reunión, la cual paso a transcribir al pie de la letra: «Si la novia se niega… habrá que cortejar a la novia».

            Digámoslo de forma explícita, pues no hay que entender de la anterior manera figurada de hablar, ni mucho menos, que se esté sugiriendo algo así como “engañar a la ciudadanía” para lograr su (digamos) “apoyo electoral”. Es justo al contrario. Es decir: la ciudadanía puede llegar por sí misma a ser consciente de sus malestares,  pero lo habitual es que esta conciencia tenga lugar de modo sintomático o superficial, y muy ciego será quien dé la espalda a la evidencia de que la clase propietaria, es decir, los explotadores, haciendo uso del omnímodo poder al que hacíamos mención más arriba, se encargará siempre de modelar la maquinaria social para que la mayoría constituida por los ciudadanos y ciudadanas que son explotados no sea capaz de ir más allá por sí misma (y, lo que quizá resulte aún peor, no desee ir más allá), y no trate de entender qué hay debajo de sus síntomas aparentes, de conocer cuáles son los verdaderos mecanismos ocultos con los que opera la explotación de la cual es objeto.

            Es nuestra misión, pues, en tanto que federalistas con ideología de izquierdas, no sólo la de preparar una propuesta de modelo territorial clara y no ambigua, siguiendo la línea de las dos características fundamentales que antes he enunciado y justificado,  sino también la de ir a las masas para hacer pedagogía de ese programa federalista; para ayudarles a que aprendan a mirar con profundidad, más allá de los síntomas externos; a que sepan quitar la máscara que sus explotadores han colocado sobre la realidad de su explotación, y comprendan el engaño del que han sido objeto; para poner, en suma, las cosas en su sitio y entender que la única solución del doble problema que hoy les aqueja es una república federal, solidaria y plurinacional.
                                                                                           
Pepe Ródenas Borja, 17 de marzo de 2018