miércoles, 9 de noviembre de 2016

Manifiesto por una Democracia Integral.

Os presentamos el Manifiesto en que recogemos los frutos de nuestro análisis sobre la problemática social humana, seguidos de nuestra propuesta para ponerle remedio.

Tras una declaración de principios, hacemos un diagnóstico del problema y enunciamos las exigencias que, según nuestro parecer, restulta necesario plantear para resolverlo. Finalmente, proponemos líneas de acción directa para avanzar hacia el cambio.

Os animamos a leerlo y a firmarlo, así como a hacernos llegar todas las sugerencias o comentarios que creáis oportunos.

(Para descargarlo en pdf, haced clic en el siguiente enlace: DESCARGAR MANIFIESTO;
para firmarlo, haced clic en el siguiente enlace: FIRMAR MANIFIESTO).

Podéis leerlo a continuación:




Manifiesto por una Democracia Integral.



 

1. PREÁMBULO:

La reflexión sobre cuál es el mejor modelo de sociedad, en tanto que éste resulte justo para la mayor cantidad posible de las personas que la conforman, parece llevar demasiado a menudo a un callejón sin salida. Esto es así, entre otras cosas, porque sería difícil nombrar siquiera un solo caso en que tal justicia social se haya logrado garantizar de forma universal. Y ello a pesar de los muchos intentos que ha habido por conseguirlo, y de sustanciales avances difícilmente cuestionables, como la Declaración de los Derechos Humanos de 1948. La conocida afirmación de Winston Churchill sobre la democracia (según la cual ésta es “el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás”) podría tomarse como una constatación, un tanto irónica, de que en el fondo es imposible ir más allá de un modelo mediocre. Por no expresarlo en términos más pesimistas.
Los firmantes del presente Manifiesto pretendemos, sin embargo, desentrañar la clave que permita romper tal barrera y avanzar más allá de ese pesimismo. Para ello, sin renunciar a nuestras diversas convicciones previas respecto al interrogante social, nos vamos a esforzar no tanto en hallar la respuesta perfecta a ese interrogante, sino en crear las condiciones suficientes para que la sociedad construya por sí sola la respuesta. Es decir: buscaremos el modo de establecer un sistema social que, aunque no contenga todavía las cotas óptimas de justicia universal –lo cual, no lo olvidemos, será siempre nuestro objetivo final, legítimo e irrenunciable–, conduzca a que en la sociedad germinen de forma casi espontánea los cambios y mejoras necesarios para alcanzar, finalmente, ese objetivo (sea cual sea su forma concreta).
¿Cómo hacerlo? Fijándonos en un error común, según nuestro parecer, de todos los intentos anteriores por resolver el problema. Y entendiendo que existe una forma de subsanar ese error, y que esta forma conduce automáticamente a las condiciones deseadas, en las cuales es la misma sociedad, como un todo, quien crea y va corrigiendo, paso a paso, el camino de su evolución, hasta alcanzar un sistema final que garantice la justicia para todos.
El error mencionado consiste en no haber considerado apropiadamente la importancia de la libertad humana, en tanto que atributo esencialmente inalienable, así como en no haber comprendido del todo las características e implicaciones de tal atributo.
Sobre esto, una aclaración. Nosotros afirmamos –repitámoslo– que la libertad es inalienable. Sin embargo, eso no quiere decir que no pueda ser reprimida. Lo que quiere decir es, más bien, que el ser humano deja de poder desarrollarse como tal en cuanto tiene lugar esa represión. Pero, además, es necesario añadir otra cosa: sostenemos que no basta con la libertad por sí sola. Para explicarlo con una metáfora, diremos que la libertad se parece a un machete: podemos utilizarlo para cortar unas cañas y construir una casa, pero también para degollar al vecino. Luego no basta, en nuestra opinión, con garantizar que no se reprima la libertad de ningún miembro del colectivo social. Será necesario, también, dotar a cada uno de ellos de la capacidad de utilizar su libertad de forma adecuada, así como de la costumbre de, en efecto, ejercer la condición de “libre”, de manera activa y cotidiana. (El machete tampoco sirve de nada si no lo sacamos nunca de la funda, pudiendo incluso darse el extremo de que lleguemos a olvidar su existencia).
Esta concepción del ser humano, como esencialmente libre, nos conducirá a dar una mayor importancia a la ética que a las regulaciones legales o leyes. Es decir: aunque no renunciemos, al menos a priori, a dar a las leyes un papel decisivo en la ordenación social, creemos que una sociedad regulada por un excelente sistema de leyes fracasará si no existe, a la vez, una ética que las respalde, aceptada y practicada por todos los ciudadanos. Y al contrario: los peores códigos legales pueden llegar a ser, eventualmente, soslayados y corregidos por una sociedad, si en ésta impera una ética superior a su sistema legal.
Finalmente, antes de exponer de manera ordenada el resultado de nuestras reflexiones, así como qué proponemos y qué exigimos a corto y medio plazo para nuestra sociedad, conviene decir una palabra sobre qué entendemos por libertad, el concepto central del cual partiremos. Quede claro, por tanto, que no está entre nuestros objetivos hacer consideraciones de orden metafísico, científico ni religioso sobre el significado profundo del concepto. Antes bien, manejaremos la concepción cotidiana habitual, dándola en principio por correcta: la libertad como la capacidad de elección, sin más. A lo sumo, podríamos solamente añadir: somos libres porque podemos elegir, y podemos elegir contrastando, para hacerlo, nuestra memoria, nuestra razón y nuestras emociones.

Dicho lo cual, pasamos a exponer que los y las firmantes del presente Manifiesto

2. CREEMOS que:

2.1.- El ser humano cuenta con la libertad entre sus atributos esenciales. Para entender las implicaciones de esto, pensemos en lo siguiente: si a una persona se le corta una pierna, no por ello deja de ser una persona, pero coincidiremos en afirmar que se habrá convertido en una persona mutilada. De igual modo, podríamos decir que aunque un ser humano cuya libertad se viera menoscabada no dejaría de ser humano, sí que pasaría a ser, en cierto sentido, un ser humano mutilado, y ello en tanto que se vería privado de la posibilidad de desarrollar uno de sus atributos esenciales.

2.2.- La libertad así entendida es una capacidad consiguiente a la esencia del ser humano, inalienable en el sentido antes señalado, que será usada por cada uno de nosotros de una u otra manera. Cabe añadir, a este respecto, que pese a que con este atributo que llamamos libertad el ser humano sí nace, no sería cierto afirmar que nace con la capacidad de usarlo adecuadamente. La capacidad de usar adecuadamente la libertad, sea lo que sea que eso quiera decir, es algo que necesita ser adquirido a lo largo del proceso de aprendizaje, desde el nacimiento hasta la edad adulta. Es decir: a lo largo de la educación, el ser humano deberá aprender a ser libre.

2.3.- Cualesquiera formas sociales que no provean a todos los individuos, por tanto, de una educación que los prepare apropiadamente para un uso adecuado de su libertad, estarán menoscabando el completo desarrollo de uno de sus atributos esenciales como seres humanos, y estarán, consiguientemente, condenándolos a convertirse en una suerte de seres humanos mutilados.

2.4.- El divorcio sistemático entre la gestión de la cosa pública de una sociedad y el criterio y decisiones de sus integrantes individuales representa un caso flagrante de menoscabo de la libertad del ser humano. Existen dos modalidades de este menoscabo que ocupan extremos opuestos: la prohibición manifiesta de que el ciudadano de a pie acceda al ejercicio de la política, que sería el caso de lo que solemos llamar dictaduras, es la más evidente de las dos. La otra es más sutil, y se sustenta en una ética de la no participación, que a su vez viene apoyada, por un lado, por las leyes que regulan las únicas formas permitidas de participación –a saber: la muy esporádica elección de representantes en las instituciones–, y gestada y blindada, por otro, por un sistema educativo que no prepara para la participación, sino que apuntala el precepto de que la política en lo cotidiano sólo es y sólo puede ser cosa de unos pocos (bajo argumentos de supuesto pragmatismo). Esta segunda modalidad constituye lo que se suele llamar, en la actualidad, democracia, y conduce a que la mayoría de los ciudadanos incurra en la no asunción, a veces jactanciosa, de las responsabilidades colectivas, lo cual se hace patente en típicas frases como: “los políticos son todos unos ladrones”, o también: “yo les pago para que hagan su trabajo, a ver si lo hacen bien de una vez…”.

3. DECLARAMOS, a partir de ello, que:

            3.1.- No es posible concebir un modo de organización social justo e igualitario, que no adolezca de los graves defectos en que incurren los que hasta ahora han existido, sin que incluya entre sus axiomas, necesariamente, el presupuesto ético, universal e incuestionable, de que la única forma normal de realizarse como ciudadano en el colectivo social pasa por ejercer una participación cotidiana y responsable en la gestión de la cosa pública. Es decir: que el único ser humano social genuino es el ser humano político.

3.2.- Asimismo, para que el mencionado presupuesto ético universal no se quede, tan sólo, en un mero espejismo –como sucede con ciertos artículos en las constituciones de los estados modernos–, sino que se pueda desarrollar razonablemente en la realidad, es necesario que todos y cada uno de los integrantes de la sociedad dispongan del tiempo y las vías necesarias para ejercer la susodicha participación política de manera, como se ha dicho, cotidiana y responsable.

3.3.- Pero el hecho de que los integrantes de la sociedad dispongan, de acuerdo al punto anterior, del tiempo y las vías necesarias no basta por sí solo. Será necesario, además, que el sistema educativo garantice a todos los ciudadanos las competencias necesarias para poder llevar a cabo la participación política cotidiana y responsable, así como que genere en ellos la convicción de que el único ser humano social genuino es aquél que ejerce tal participación.

3.4.- Es cierto que la satisfacción simultánea de los tres puntos anteriores no tiene por qué significar, inmediatamente, la resolución del problema de la justicia social universal. Ahora bien, somos conscientes de que la resolución de tal problema es algo que parece siempre haber escapado a su simple tratamiento por la vía teórica. Aún no sabemos con exactitud cuáles son las características detalladas de un ordenamiento social ideal. No obstante, lo que sí que afirmamos es que la satisfacción de los tres puntos anteriores conduce a un estado de la sociedad en el cual ésta, por sí misma, es capaz de producir los siguientes pasos más adecuados en el camino, así como las enmiendas necesarias para subsanar las eventuales y esperables desviaciones. Por lo tanto, pasa a ser el objetivo subsiguiente e irrenunciable la satisfacción simultánea de estos tres puntos, para lo cual

4. EXIGIMOS que:

4.1.- Se proceda a la implantación de una jornada laboral siguiendo el modelo “cuatro uno dos, veintiocho cinco” (4-1-2, 28/5). Los primeros tres números hacen referencia a la distribución de los días de la semana, a saber: cuatro días  de trabajo (de lunes a jueves), un día de obligada participación en política (los viernes) y dos días para descansar (sábado y domingo). Los últimos dos números se refieren al número de horas: un máximo de 28 horas de trabajo a la semana, y un horario estándar de 9:00 a 14:00 para la actividad política de los viernes (es decir: cinco horas). Sólo así se generarían las condiciones adecuadas que permitieran la necesaria participación, cotidiana y responsable, en la gestión de la cosa pública por parte de todos los integrantes adultos de la sociedad. Por supuesto, dependiendo de la naturaleza del trabajo de cada cual, se flexibilizaría la ubicación del día destinado a la participación política de la manera que fuera más oportuna. Esta participación tendría, en aquellos ciudadanos que no fueran políticos profesionales, diferentes fases: desde la lectura y discusión de noticias de actualidad, y eventual elaboración de informes o resoluciones a posteriori, hasta el tratamiento de asuntos comunitarios a distintos niveles (asambleas de barrio, comisiones específicas, comités comarcales; etc.); desde la elección de representantes, coordinadores o delegados, hasta la toma de decisiones en asuntos locales; desde votaciones vinculantes, a mano alzada y con urnas, hasta votaciones consultivas, por ejemplo vía voto electrónico. En este modelo, se entiende que el ciudadano desempeña un servicio a la Comunidad durante sus cinco horas semanales de actividad política, comparable al hecho de pagar como impuestos una parte de su sueldo. Por lo tanto, la fórmula 28/5 podría resumirse como una jornada laboral completa de treinta y tres horas, de las cuales veintiocho serían de trabajo específico, y las cinco restantes de servicio político a la Comunidad.

4.2.- Se proceda a la transformación del sistema educativo para que incorpore la competencia transversal de Participación Democrática, considerándola preeminente, y garantizando los medios para que el alumnado desarrolle la conciencia necesaria para hacerla efectiva a todos los niveles. Ello significa, por supuesto, que el alumnado deberá adquirir una formación sólida en el conocimiento de distintos sistemas democráticos y electorales, así como familiarizarse con el análisis y la crítica de hechos de la actualidad política y social. Pero, más allá de esto, será incluso más importante que la carga horaria lectiva escolar contemple, en proporción similar a la especificada en 4.1 para las actividades políticas de los adultos, una serie de actividades interdisciplinares en las que prime el trabajo de los alumnos en grupos organizados, la gestión de los cuales sea de tipo democrático –tanto intra-grupal como inter-grupal–, y les sean propuestas tareas de índole eminentemente práctica en las cuales se incentive la participación e iniciativa personal y se evidencien y potencien las características más relevantes de los colectivos que funcionan de manera eficiente e igualitaria, tales como la organización, el respeto, la crítica y la disciplina. Este tipo de actividades podrán variar atendiendo a la edad y circunstancias del alumnado; he aquí algunos posibles ejemplos: el cultivo y mantenimiento de huertos; la gestión, de manera rotativa, de los menús, el comedor y la cocina del centro, así como la preparación de las correspondientes comidas; el cuidado y limpieza de las aulas y los cuartos de baño del centro de manera rotativa; el cuidado y limpieza/lavado de las instalaciones y ropa deportivas del centro de manera rotativa; la elaboración de revistas, páginas web, blogs o programas de radio escolares; la simulación/teatralización de debates parlamentarios con elementos de role-playing, e incluso contando con la participación ocasional de políticos profesionales como invitados; la realización de estudios sobre temas de interés social local, con posterior análisis estadístico y crítico, así como la realización de informes, propuestas y debates, y la exposición de conclusiones; la preparación e implementación, por parte de los alumnos, de materiales didácticos y sesiones de aula que desarrollen unidades didácticas de las asignaturas ordinarias, así como de materiales de evaluación grupal o individual (como, por ejemplo, mediante la preparación de las tarjetas de un juego de “trívial” que se jugará por equipos, o el redactado de colecciones de problemas resueltos a partir de los cuales se hará un examen). En suma, todo aquello que permita que el alumno aprenda a organizarse y actuar de manera colectiva y participativa para la gestión de asuntos de interés comunitario, aprenda a valorar este tipo de actividad y se acostumbre a considerarlo imprescindible en su futura vida de adulto. Pues es ésta la única manera de conseguir que germine, florezca y sea perdurable el presupuesto ético universal de que el ser humano social genuino es un ser humano político, lo cual es pilar de una sociedad justa e igualitaria.

4.3.- Se destinen al sistema educativo los recursos necesarios para que en sus etapas obligatorias no se supere, en ningún caso, un máximo de quince alumnos por aula. Esta exigencia se fundamenta en ser un requisito imprescindible para que el planteamiento del punto anterior se pueda llevar a la práctica. Esto es así, principalmente, por dos motivos. El primero de ellos es que, a mayor número de alumnos por grupo, menor será el margen para la iniciativa individual que el docente podrá dar a sus alumnos, ya que tendrá que velar por el mantenimiento de la disciplina y el clima de trabajo en el aula. El segundo motivo consiste en que una práctica educativa como la planteada en 4.2, en que la iniciativa y participación de cada alumno tienen un papel central, conduce a una diversificación de las actividades que los alumnos realizan, simultáneamente, en el aula, y ello requerirá, por tanto, de una atención por parte del docente mucho más individualizada, que no será posible ofrecer si el número de alumnos a su cargo no es razonablemente pequeño.

Y con la mirada puesta en la consecución de estas tres exigencias,

5. PROPONEMOS las siguientes líneas de acción inmediata:

5.1.- Expresar la reivindicación de los puntos 4.1, 4.2 y 4.3, así como  tratar de materializarlos en la realidad, desde: la movilización ciudadana en las calles; la acción en partidos políticos; la lucha sindical; las organizaciones, asociaciones y plataformas ciudadanas, estudiantiles y vecinales; los consejos escolares, equipos directivos, claustros de profesores y AMPAs; las instituciones locales, regionales y estatales; los medios de comunicación escritos, tanto impresos como electrónicos, y también los audiovisuales; la difusión personal de las reivindicaciones –desde el simple boca en boca hasta el uso de blogs–; el contacto con habitantes de las demás regiones del mundo, acompañado de la traducción de los correspondientes documentos, empezando por este Manifiesto.

5.2.- Dentro del colectivo de los docentes, el establecimiento de redes de profesores y maestros que traten de introducir, en su práctica profesional cotidiana, elementos que avancen en la dirección indicada en el punto 4.2, y que se comuniquen y organicen entre ellos para que las ideas y experiencias de cada cual enriquezcan a toda la red. En este sentido, el uso de métodos telemáticos para coordinarse y compartir información y resultados del trabajo se muestra muy indicado: chats, foros, blogs, creación de páginas web, uso de documentos compartidos, trabajo en la nube, etc. Asimismo, también será fundamental la elaboración de documentos o manuales prácticos –bajo licencia de Creative Commons que permita su uso y distribución gratuitos– que recojan las líneas clave de las experiencias didácticas que se hayan mostrado exitosas en su implementación, para que puedan ser fácilmente conocidas, reproducidas y mejoradas por otros docentes de la red.

5.3.- Dentro de las familias, el compromiso de dar una educación a los hijos que sea acorde con el principio ético expresado en el punto 3.1 (cuyo contenido era la necesidad de la participación universal ciudadana, cotidiana y responsable, bajo el supuesto de que “el único ser humano social genuino es el ser humano político”).

6. CONCLUIMOS, en definitiva, que:

Desde nuestro punto de vista, que entiende al ser humano como un ser esencialmente libre, tan equivocados son los sistemas sociales dictatoriales, que reprimen la libertad, como los sistemas falsamente democráticos en que impera la ética de la no participación, los cuales adiestran a sus ciudadanos –poco menos que los hipnotizan– en no saber y no querer utilizar su libertad.
Nosotros nos negamos a considerar esa despolitización de la sociedad como la realización auténtica de ningún ideal democrático de igualdad o justicia, y afirmamos que es necesario salir de ella cuanto antes, lo cual sólo será posible construyendo desde un nuevo principio ético: el de la participación universal, cotidiana y responsable en la gestión de la cosa pública.
Y este principio ético se cristaliza en dos necesidades: por un lado, que existan las condiciones para que los ciudadanos adultos puedan, en efecto, desempeñar la mencionada participación (y estas condiciones se resumen en la jornada laboral 4-1-2, 28/5). Por otro, en que el sistema educativo incorpore y dé preeminencia a la competencia transversal de Participación Democrática, para que así, cuando los jóvenes de hoy sean, mañana, adultos, no sólo puedan, sino que sepan y quieran ejercer tal participación.
Y sólo cuando se hayan satisfecho estos requisitos consideraremos que el sistema está en condiciones de llamarse democrático en un sentido integral, pues los miembros de la sociedad no sólo serán libres, sino que querrán ser libres y sabrán ser libres, y ello impregnará la mayor parte de las vidas de todos ellos.
Así pues, sin que esta Democracia Integral, que desde ya exigimos, sea en sí misma la solución a los problemas concretos de la actual sociedad –pues notemos que no estamos especificando muchos detalles de la morfología del sistema social; que ni siquiera, de hecho, estamos concretando qué instancias de la política deberán conservar elementos parlamentario-representativos, y cuáles tendrán que incorporar características asamblearias, más propias de la participación directa–, lo que sí es cierto es que sólo desde ella, desde un conjunto de seres libres que puedan, quieran y sepan ser libres, el colectivo social podrá hallar por sí mismo soluciones adecuadas para tales problemas.

Por lo tanto, acabamos este Manifiesto exhortando a todo aquél que lo lea a que se una a nosotros en nuestros esfuerzos y reivindicaciones para escapar del engaño de la falsa democracia actual, convencidos, como lo estamos, de que sólo puede haber tres motivos para no prestar el apoyo que merece nuestro proyecto: no haber reflexionado lo suficiente sobre ello, lo cual se soluciona volviendo con la mente clara y serena sobre este texto; la inercia y la molicie, muy humanas pero muy lamentables; o temer, por último, que nuestro éxito sea el fracaso propio, por estar beneficiándose del sistema actual, que se fundamenta en mutilar la libertad de la mayor parte de la ciudadanía.

En consecuencia, y sin titubear, plantemos la semilla del cambio necesario: unámonos para aprender a ser libres.

                      Barcelona, 11 de noviembre de 2016.



                  Vicente Abella
                  Jose Cuenca
                  Carlos Ródenas Borja
                  Pepe Ródenas Borja  



viernes, 1 de julio de 2016

Reflexión inicial.

Inauguramos este blog con una reflexión que resume, a día de hoy, todo aquello en lo que Vicente y yo estamos de acuerdo. Acuerdo al que hemos llegado desde nuestras diferentes posturas y reflexiones personales.

A falta de algo mejor, y tras meses de ensayar, emborronar y desechar textos más formales, la reflexión toma la forma de una carta que escribí y difundí el pasado diciembre de 2015.

Os presentamos tal carta a continuación. (Si quisierais descargarla en pdf, podéis hacerlo a partir de hacer CLIC AQUÍ)




REFLEXIÓN:     «¿Qué nos está pasando?»

Buenas noches a todos.

            Os escribo, cuatro años después de mi última carta navideña, para desearos un feliz año nuevo, pero también para intentar responder a una pregunta que la mayoría de vosotros habéis hecho en mi presencia más de una vez, y que nunca me ha dejado indiferente.

            Una pregunta que precisamente ahora cobra un protagonismo notable, dadas las circunstancias y los hechos recientes. Y a la que intentaré responder usando un lenguaje que cualquiera entenderá, y unas razones para las que las convicciones de cada cual no representarán de ninguna manera un escollo. Algo similar a lo de hace cuatro años, sólo que el tema de entonces no era el mismo que ahora.

            Para conectar, pues, con todos vosotros sin excepción, se me ha ocurrido empezar relatando algunas de las situaciones en que aparece la preguntita de marras.

            Por ejemplo: imaginemos un valenciano que vive en Cataluña (léase: yo mismo) y al que, tras una conversación sobre el lugar en que nació, le toca escuchar: «¿Pero qué os pasa a los valencianos?».

            Visceral y lapidario, ¿no es cierto? Y lo inquietante es que se me requiere o se me exige, tácitamente, una respuesta…

            Pero es más. Cuando el valenciano se junta con sus paisanos, a menudo le preguntan por su experiencia catalana (muy bien, gracias) y, tras una más larga o corta conversación, se desemboca de nuevo en la correspondiente: «¿Pero qué les pasa a los catalanes?»

            Bueno. El valenciano se va, pongamos, al otro lado del charco. Y allí, concretamente en la República del Ecuador, participa en una conversación sobre la antigua colonia, y sobre la actitud actual de la que en su día fue la metrópoli, que indistintamente fluirá hacia la cansina cantinela de: «¿Pero qué les pasa a los españoles?».

            Y así los ecuatorianos que encuentro en  España hacen la misma pregunta sobre el Ecuador, o a veces son los colombianos quienes se preguntan sobre Alemania, o los alemanes sobre los griegos, y un largo etcétera.

            Así que no queda escapatoria: hay que contestar la pregunta, y la pregunta es, obviando ya gentilicios, qué nos pasa. A todos. A mí también, claro, pero, sobre todo, a todos nosotros: como grupo, como colectivo. Como sociedad.

            Y, al contrario que frente a otras preguntas de importancia comparable, frente a ésta sí tengo una respuesta, muy clara y muy rotunda.

            Para explicaros cuál es mi respuesta, en vez de teorizar, voy a usar tres ejemplos muy concretos. El primer ejemplo son las circunstancias mencionadas al principio de esta carta, que en parte motivan toda mi reflexión. Me refiero a los resultados de las elecciones generales españolas del pasado domingo veinte de diciembre. He creído percibir mucha indignación, mucho enfado, así como mucha decepción y desilusión al respecto.

            Y sé que es muy fácil jugar a ser profeta a posteriori ―pues vistos los cojones se sabe que es toro―, pero permitidme que os diga que a mí no me ha sorprendido en absoluto este resultado electoral. ¿Qué esperabais? Verdaderamente, ¿qué esperabais?

            Nos gusta mucho leer los diarios, discutir durante el café o las comidas con amigos y compañeros de trabajo, de vez en cuando leer el programa de algún partido, pero poco más. Una vez formada nuestra inequívoca opinión, depositamos el veredicto en forma de papeleta ―algunos, ni eso―, y ya estamos listos para ser inflexibles condenando errores; para exigir, legitimados por la verdad y razón, responsabilidades a quien corresponda. Que siempre son los demás, por cierto. En su extremo, nos declararemos no creyentes de la política o los políticos (“que son todos unos ladrones”, diremos), lo cual no es más que una auto-exculpación encubierta.

            Esta forma de conducirse que tenemos, como colectivo, tan interiorizada, es la verdadera causa del regusto amargo que nos queda después de unas elecciones como las del pasado veinte de diciembre, independientemente de la fuerza política a la que hayamos querido dar nuestro apoyo. Eso es, vaya, “lo que nos pasa”, para ir respondiendo a la preguntita famosa.

            Pero vayamos algo más allá. Tratemos de hacerlo pasando al segundo ejemplo concreto, que esta vez se refiere a mis alumnos del instituto. Algo que he constatado una y otra vez, y que imagino que no extrañará a los que cuenten con alguna experiencia docente, es que los adolescentes tienden a no asumir nunca responsabilidades por las cosas que no marchan bien. La culpa, a priori, siempre es de los demás. Lo cual es manifiestamente falso, por pura probabilidad. Pero tal actitud los coloca en una peligrosa inmovilidad: ya que la  responsabilidad no es mía, sino de otros, no tengo por qué hacer nada, más allá de quejarme e indignarme.

            ¿Qué sucede en la práctica? Que los adultos que tienen a cargo a estos adolescentes (padres, profesores, educadores…) se esfuerzan con denuedo en ayudarlos a evitar que malogren su proceso de aprendizaje, para que puedan entrar con buen pie en la vida de adulto. A veces con más éxito, a veces con menos, pero así más o menos vamos tirando.

            Pero hay una diferencia fundamental entre ellos y nosotros: no está mal que los adolescentes se conduzcan así ―aunque ello nos cause no pocos quebraderos de cabeza―, por el diáfano motivo de que los adolescentes son adolescentes.

            Nosotros, en cambio, somos ya adultos. Coincidiréis conmigo en que no parecen apropiadas para un adulto conductas como echarle las culpas de todo a los demás, o no asumir nunca responsabilidades sobre lo que uno hace y lo que a uno le ocurre.

            ¿Será apropiado, por tanto, que un colectivo formado por adultos caiga en no asumir implicaciones en la administración de la cosa pública, en delegar completamente tales funciones a una minúscula camarilla, elegida cada cuatro años, para luego indignarse y exigir responsabilidades por todo aquello que a uno le parece que no marcha bien?

            La respuesta es clara y meridiana: no, no es apropiado. No es apropiado que los adultos no se comporten como adultos. Igual que no es apropiado que un ser humano se comporte como una lombriz, y no porque esté mal ser lombriz, sino porque un ser humano no es una lombriz.

            ¿Qué consecuencias tendrá que los adultos nos conduzcamos de forma no apropiada a nuestra naturaleza de adultos? Que mientras sigamos obrando así, delegando en esa minúscula camarilla y eludiendo nuestra alícuota responsabilidad de participar, de forma cotidiana y consciente, en política, seguirá asaltándonos ese amargo regusto. Un regusto que oculta la desesperante certeza de que nada tiene solución.

            Pero lo que digo es muy desagradable de escuchar.  En los últimos dos párrafos, mi escrito ha cambiado, y ha pasado de amigable reflexión a inequívoca acusación, a cruda admonición, a poco menos que amenaza.

            Pues sí, es que de eso se trataba. Ése es el significado de la responsabilidad colectiva inherente, nos guste o no, a una sociedad justa de personas libres. Y como nosotros estamos eludiendo esa responsabilidad colectiva, en consecuencia no somos ni podemos ser tal “sociedad justa de personas libres”. Y la culpa no es de Mariano Rajoy ni de Pablo Iglesias (Turrión), sino de todos nosotros. Como grupo, como macroorganismo, como sistema, y por ende como individuos.

            Por suerte, para que la lectura de esta carta de final (y principio) de año no resulte tan dura, pienso que hay un modo de tomarse lo que digo que permite encontrar algo de optimismo en todo ello.

            Para encontrar ese optimismo, voy a utilizar el último ejemplo, que se refiere a algo que pasó en la República Española de los años treinta. En aquella época, por primera vez y tras encendidos debates parlamentarios, por fin se le dio el voto a la mujer. En siglos precedentes, la sola idea de esto habría sido vista como una aberración. Hoy en día, en cambio, ¿a quién se le ocurriría poner en tela de juicio, seriamente, que las mujeres tengan derecho a votar? Pero no sólo eso: es que ahora ya no hay marcha atrás. Nunca más cabrá cuestionar el derecho al voto de la mujer, pues ello se ha convertido en un referente ético universal.

            Por lo tanto, se ha producido una transición, un cambio de paradigma: lo que antes era aberración, ahora ―y para siempre― es axioma, norma de funcionamiento inamovible, condición sine qua non. Pero ello no ha sido gratis, pues asumir que lo normal es que tu suegra, la mujer de tu vecino o la verdulera tengan tantos derechos políticos como tú ha supuesto más de un disgusto. Reenfocar nuestra forma de ver el mundo, incorporando el voto de la mujer como algo natural, era, pues, necesario y posible, pero también muy incómodo de digerir al principio.

            Reenfocar nuestra cosmovisión e incorporar, esta vez, que cualquier ser humano social ha de ser también un ser humano político ―pues de eso se trata― de nuevo nos resultará incómodo y de difícil digestión. Esto es algo inevitable. Pero, igual que con lo de la mujer, se trata también de un cambio necesario y posible. Y, una vez nos hayamos acostumbrado, el sentimiento será el de haber dado un gran paso. Pues de lo contrario seguiremos siendo adultos que no se comportan como adultos, y seguiremos con el regusto de que nada tiene solución.

            Además, también de igual modo a lo sucedido con la interiorización universal del voto de la mujer, a los que son niños hoy ya no les habrá de causar ninguna incomodidad, mañana,  entender y aceptar que el ser social genuino es necesariamente político. Claro está, siempre que en su proceso educativo (desde familias, escuelas e instituciones) se les hayan brindado las herramientas necesarias para ello. A lo cual deberán seguir, por supuesto, unas condiciones laborales que no yugulen el derecho a disponer del tiempo, información y conductos necesarios para la participación responsable y cotidiana.

            Porque eso es, en definitiva, “lo que nos pasa”: que somos seres sociales que no queremos participar en la organización de nuestra sociedad, pero luego nos quejamos. Algo tan sencillo como eso. Como sencilla es también la medicina para tal enfermedad: basta con romper el mito de que no es práctica la participación del colectivo en las decisiones que afectan al colectivo (¿pero de verdad hacían falta grandes razonamientos para comprender esto?); el mito ―que encubre el adormecimiento inmovilista de muchos, y la conveniencia económica de no tantos― de que es más adecuado que sólo manden unos pocos, elegidos de tarde en tarde, y de que las asambleas no han funcionado nunca, ni nunca funcionarán.

            Pues las asambleas funcionarán cuando hayamos dado una educación asamblearia a nuestros hijos. Funcionarán cuando nos despojemos de nuestra comodidad, sedante y exculpatoria, de delegar cada cuatro años toda responsabilidad política en trescientos cincuenta diputados. Y éste es un cambio que nos conviene a todos, con la excepción de los pocos que se encuentran hoy apoltronados en los círculos del poder, y que se encargan de cuidar que la simiente de la comodidad siga germinando en nosotros.

            Por lo tanto, mis deseos para el dos mil dieciséis sólo pueden consistir en que este cambio necesario, indigesto y posible, comience a hacerse efectivo. Lo que deseo para nosotros es que pongamos el pie en un camino que hasta ahora no hemos pisado, y que conduce a ver con naturalidad que todo ser humano social genuino es un ser humano político. Y que elevemos esta visión al rango de axioma universal, de referente ético al margen de toda duda. Del mismo modo que hoy todos aceptamos sin titubeos que las mujeres tienen derecho a votar. Y, para emprender este nuevo camino, os pido que venzáis de una vez la narcótica inercia que nos domina. Que comprendáis y asumáis que el cambio es de verdad necesario. Que, para hacerlo posible, exijáis y propiciéis otro tipo de educación para vuestros hijos. Una educación que cambie la simiente de la comodidad por la de la participación, continuada y responsable. Una educación que de verdad prepare para ser libre. Una educación asamblearia, en suma. Y así, quizá deje de pasarnos eso que nos pasa, marianos y pablos aparte.

            Con cariño,

Pepe Ródenas